An Imperial Democracy [Una democracia imperial]

A juzgar por los documentos que nos quedan, Tucídides (460-396 a. C.) fue el primer filósofo de la historia que descubrió el poder como un fenómeno humano y no como una virtud que conferían los cielos o los demonios.  También fue conciente del valor principal del dinero para vencer en cualquier guerra.  Podemos agregar otra: Tucídides nunca creyó en el principio que tanto gustan repetir quienes no confían en los argumentos, en las revisiones críticas: “yo sé lo que digo porque lo viví”.  Alguna vez anotamos que esta idea se destruye fácilmente con dos observaciones contrarias de quienes vivieron un mismo hecho.  Tucídides lo evidenció así: “La investigación ha sido laboriosa porque los testigos no han dado las mismas versiones de los mismos hechos, sino según las simpatías por unos y por otros o seguían la memoria de cada uno” (Ed. Gredos, Madrid 1990, pág. 164).

Según Tucídides, para que Esparta, la otra gran ciudad, entrase en guerra contra la dominante Atenas, los corintios se dirigieron a su asamblea retratando a la gran democracia enemiga: “ellos [los atenienses] son innovadores, resueltos en la concepción y ejecución de sus proyectos; vosotros tendéis a dejar las cosas como están, a no decir nada y a no llevar a cabo ni siquiera lo necesario” (236).  Luego: “al igual que pasa en las técnicas, las novedades siempre se imponen” (238).

Enterados los embajadores atenienses de este discurso, respondieron con las siguientes palabras: “por el mismo ejercicio del mando nos vimos obligados desde un principio a llevar el imperio a la situación actual, primero por temor, luego por honor, y finalmente por interés; y una vez que ya éramos odiados por la mayoría [. . .] no parecía seguro correr el riesgo de aflojar” (244).  “Siempre ha prevalecido la ley de que el más débil sea oprimido por el más fuerte; creemos, además, que somos dignos de este imperio, y a vosotros así os lo parecíamos hasta que ahora, calculando vuestros intereses, os ponéis a invocar razones de justicia, razones que nunca ha puesto por delante nadie que pudiera conseguir algo por la fuerza para dejar de acrecentar sus posesiones. [. . .] en todo caso, creemos que si otros ocuparan nuestro sitio, harían ver perfectamente lo moderado que somos” (246); “si vosotros nos vencierais y tomaras la dirección del imperio, rápidamente perderías la simpatía que os habéis atraído gracias al miedo que nosotros inspiramos” (249).

Tocada en su amor propio, la conservadora y xenófoba Esparta decide enfrentarse al expansionismo ateniense.  Los atenienses, convencidos por Pericles, se niegan a negociar y enfrentan solitarios una guerra que los lleva a la catástrofe.  “No debemos lamentarnos por las casas y por la tierra — advierte Pericles repitiendo un conocido tópico de la época –, sino por las personas: estos bienes no consiguen hombres, sino que son lo hombres quienes consiguen bienes” (370).

Sin embargo, la guerra extiende muertos sobre Grecia.  En un discurso fúnebre, Pericles (Libro II) nos da testimonio de los ideales y representaciones de los antiguos griegos, que hoy llamaríamos “preceptos humanistas”.  Refiriéndose a la costumbre espartana de expulsar a cualquier extranjero de su tierra, Pericles procura un contraste moral: “nuestra ciudad está abierta a todo el mundo, y en ningún caso recurrimos a las expulsiones de los extranjeros” (451).  En otro discurso completa este retrato ideológico, repitiendo ideas ya formuladas por otros filósofos de Atenas y que olvidaron los conservadores de hoy: “una ciudad que progrese colectivamente resulta más útil a los particulares que otra que tenga prosperidad en cada uno de sus ciudadanos, pero que se esté arruinando como estado.  Porque un hombre cuyos asuntos particulares van bien, si su patria es destruida, él igualmente se va a la ruina con ella, mientras que aquel que es desafortunado en una ciudad afortunada se salva mucho más fácilmente” (484).

Pero el igualitarismo humanista de Pericles no escapa al patriotismo opresor.  Como si la clarividencia griega se convirtiese en miopía al extender la mirada más allá de los límites de su propia patria.  La democracia radical intramuros se convierte en imperialismo hacia fuera: “Daos cuenta de que ella [Atenas] goza del mayor renombre entre todos los hombres por no sucumbir a las desgracias y por haber gastado en la guerra más vidas y esfuerzos que ninguna otra; pensad que también ella posee la mayor potencia conseguida hasta nuestros días, cuya memoria, aunque ahora llegáramos a ceder un poco (pues todo ha nacido para disminuir), perdurará para siempre en las generaciones futuras; se recordará que somos los griegos que hemos ejercido nuestro dominio sobre mayor número de griegos, que hemos sostenido las mayores guerras tanto contra coaliciones como contra ciudades separadas, y que hemos habitado la ciudad más rica en toda clase de recursos y la más grande. [. . .]  Ser odiados y resultar molestos de momento es lo que siempre les ha ocurrido a todos los que han pretendido dominar a otros; pero quien se expone a la envidia por los más nobles motivos toma la decisión acertada” (491).

En su introducción crítica a esta misma edición de Gredos, Julio Calogne Ruiz recuerda que el objetivo de Esparta era “el de poner fin al incremento progresivo del poderío ateniense, marcadamente imperialista.  Puesto que todo el poder de Atenas venía de los tributos de los súbditos, el pretexto que dio Esparta para combatir era el de liberación de todas las ciudades griegas” (20).  Luego especula: “muchos atenienses modestos debían de darse cuenta de que su bienestar dependía básicamente de la continuidad en la dominación sobre los aliados sin pensar si esta era justa o injusta” (26).

“La cuestión del poder en el siglo V es –continúa Calogne Ruiz –, la del imperialismo de Atenas.  Durante tres cuartos de siglo Atenas es un imperio y nada en la vida ateniense puede sustraerse a esa realidad”. (80)

No obstante, esta realidad, que a veces es nombrada de forma explícita por Tucídides, nunca se expresa como tema central en las mayores obras de la literatura y del pensamiento antiguo.

En The World, the Text, and the Critics Edward Said, refiriéndose a la literatura de los últimos siglos, reflexiona sobre la falsa neutralidad política de la cultura y la pretendida “libertad absoluta” de la creación literaria: “Lo que semejantes ideas encubren, mistifican, es precisamente la red que une a los intelectuales con el Estado y con un imperialismo mundial que, en el momento de cada escritura, impone su propia técnica narrativa. [. . .] Lo que deberíamos preguntarnos es por qué tan pocos ‘grandes novelistas’ han encarado los mayores problemas socioeconómicos más allá de sus propias existencias — como el colonialismo y el imperialismo — y por qué, también, los críticos han continuado consagrando este silencio” (p. 176; traducción nuestra).

Judging by the documents that remain for us, Thucydides (460-396 B.C.) was the first philosopher in history to discover power as a human phenomenon and not as a virtue conferred by the heavens or demons.  He was also aware of the principal value of money in defeating the enemy in any war.  We can add another: Thucydides never believed in the principle that those with no trust in arguments are so fond of repeating in revisionist criticism: “I know what I am talking about because I lived it.”  We once noted that this idea was easily destroyed with two contradictory observations by those who experienced the same event.  Thucydides demonstrated it thusly: “Investigation has been laborious because the witnesses have not given the same versions of the same deeds, but according to their sympathies for some and for others or they followed the memory of each one” (Ed. Gredos, Madrid 1990, p. 164).

According to Thucydides, so that Sparta, the other great city state, would go to war against the dominant Athens, the Corinthians addressed their assembly with a portrait of the great enemy democracy: “they [the Athenians] are innovators, resolute in the conception and execution of their projects; you tend to leave things as they are, to say nothing, and to not even carry out that which is necessary” (236).  Then: “exactly as it happens in techniques, novelties always impose themselves” (238).

Hearing of this speech, the Athenian ambassadors responded with the following words: “by the very exercise of command we saw ourselves obligated from the beginning to take the empire into the present situation, first out of fear, then out of honor, and finally out of interest; and once we were already hated by the majority [. . .] it did not seem safe to run the risk of letting go” (244).  “The law that the weaker be oppressed by the stronger has always prevailed; we believe, besides, that we are worthy of this empire, and that we appeared so to you until now, calculating your interests, you set about invoking reasons of justice, reasons that no one has ever set forth who might obtain something by force in order to stop increasing their possessions. [. . .] in any case, we believe that if others occupied our place, they would make perfectly clear how moderate we are” (246); “if you were to defeat us and take control of the empire, you would quickly lose the sympathy which you have attracted thanks to the fear that we inspire” (249).

Its pride provoked, the conservative and xenophobic Sparta decides to confront Athenian expansionism.  The Athenians, convinced by Pericles, refuse to negotiate and face by themselves a war that leads them to catastrophe.  “We should not lament for the houses and for the land” — advises Pericles, repeating a well-known topic of the period — “but for the people: these goods do not obtain men, but rather it is men who obtain goods” (370).

Nonetheless, the war spreads death over Greece.  In a funeral speech, Pericles (Book II) gives us testimony of the ideals and representations of the ancient Greeks, which today we would call “humanist precepts.”  Referring to the Spartan custom of expelling any foreigner from their land, Pericles finds a moral contrast: “our city is open to the whole world, and in no case do we turn to expulsions of foreigners” (451).  In another speech he completes this ideological portrait, repeating ideas already formulated by other philosophers of Athens and which today’s conservatives have forgotten: “a city that progresses collectively turns out to be more useful to individual interests than another that has prosperity in each one of its citizens, but is being ruined as a state.  Because a man whose private affairs go well, if his fatherland is destroyed, goes equally to ruin with it, while he who is unfortunate in a fortunate city is saved much more easily” (484).

But the humanist egalitarianism of Pericles did not escape oppressive patriotism.  It is as if Greek foresight had become myopia when it extended its gaze beyond the limits of its own homeland.  Radical democracy at home becomes imperialism abroad: “Realize that she [Athens] enjoys the greatest renown among all men for not succumbing to disgrace and for having expended in war more lives and effort than any other; know that she also possesses the greatest power achieved until our days, whose memory, even though we now may come to cede a little (since everything has been born in order to diminish), will endure forever in future generations; it will be remembered that we are the Greeks who have exercised our dominion over the greatest number of Greeks, who have sustained the greatest wars against both coalitions and separate cities, and who have inhabited the richest city in every kind of resources and the largest. [. . .]  To be hated and prove a nuisance for the moment is what has always happened to those who have attempted to dominate others; but whoever exposes himself to envy for the most noble motives takes the correct decision” (491).

In his critical introduction to this same Gredos edition, Julio Calogne Ruiz recalls that Sparta’s objective was “to put an end to the progressive increase of the Athenians’ markedly imperialist power.  Given that all of Athens’ power came from the tributes of its subjects, the pretext that Sparta gave to go to war was the liberation of all Greek cities” (20).  Then he speculates: “many ordinary Athenians must have realized that their well-being basically depended on the continuity of domination over the allies without thinking about whether this was just or unjust” (26).

The question of power in the Fifth Century is,” continues Calogne Ruiz, “the question of the imperialism of Athens.  For three quarters of a century Athens is an empire and nothing in Athenian life can be removed from that reality” (80).

Nonetheless, this reality, which at times is explicitly named by Thucydides, is never expressed as a central theme in the major works of ancient thought and literature.

In The World, the Text, and the Critic Edward Said, referring to the literature of recent centuries, reflects on the false political neutrality of culture and the so-called “absolute freedom” of literary creation: “What such ideas mask, mystify, is precisely the network binding writers to the State and to a world-wide ‘metropolitan’ imperialism that, at the moment they were writing, furnished them in the novelistic techniques of narration. [. . .] What we must ask is why so few ‘great’ novelists deal directly with the major social and economic outside facts of their existence — colonialism and imperialism — and why, too, critics of the novel have continued to honor this remarkable silence” (p. 176).


Jorge Majfud was born in Tacuarembó, Uruguay in 1969.  From an early age he read and wrote fictions, but he chose to major in architecture and graduated from the Universidad de la República in Montevideo, Uruguay in 1996.  He taught mathematics and art at the Universidad Hispanoamericana de Costa Rica and Escuela Técnica del Uruguay.  He currently teaches Latin American literature at the University of Georgia.  He has traveled to more than forty countries, whose impressions have become part of his novels and essays.  His publications include Hacia qué patrias del silencio (memorias de un desaparecido) [novel] (Montevideo, Uruguay: Editorial Graffiti, 1996; Tenerife, Spain: Baile del Sol, 2001); Crítica de la pasión pura [essays] (Montevideo: Editorial Graffiti, 1998; Fairfax, Virginia: HCR, 1999; Buenos Aires, Argentina: Editorial Argenta, 2000); and La reina de América [novel] (Tenerife: Baile del Sol, 2002).  He contributed to Entre Siglos-Entre Séculos: Autores Latinoamericanos a Fin de siglo, edited by Pilar Ediçoes (Brasilia) and Bianchi Editores (Montevideo) in 1999.  His stories and articles have been published in various newspapers, magazines, and readers, such as El País and La República of Montevideo, Rebelión, and Hispanic Culture Review of George Mason University.  He is the founder and editor of the magazine SigloXXI — reflexiones sobre nuestro tiempo.  He is a regular contributor to Bitácora, the weekly publication of La República.  Translated by Joseph Campbell.



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