Si el pueblo trabajador en Estados Unidos ha de alcanzar unidad, autoconfianza colectiva e independencia política en el futuro próximo (¡y cuanto nos hacen falta!), la demanda del movimiento de los trabajadores inmigrantes de derechos plenos debe ser el primer punto en su agenda. El pueblo trabajador en este país necesita darse cuenta de lo que se trata: es el movimiento cívico de masas más grande de que se tiene memoria en este país. ¿Por qué debe la mayoría nativa en Estados Unidos apoyar la lucha de gente con un color de piel distinto, ocupada en trabajos manuales casi invisibles, que tiende a hablar en lenguas diferentes? Porque, hoy día, no hay nada que sea tan crucial para su propio bienestar.
Nada mejora la cohesión y la moral de un grupo como el ayudar a sus miembros más débiles. Y nada divide y desmoraliza más a un grupo que sacrificar las necesidades de los débiles en aras de los fuertes. Es tan simple como eso. Los trabajadores inmigrantes, más de 20 millones de personas, son alrededor de un sexto de la fuerza laboral estadounidense. Y los trabajadores “indocumentados” (la mitad de los cuales son mexicanos) son sólo 11 millones: una fracción pequeña en una fuerza laboral de 150 millones. Son pobres, reciben salarios bajos, vuelan bajo para evitar el radar, sin derechos legales. Mientras los trabajadores nativos de Estados Unidos sigan viéndolos como ellos (no como parte de nosotros), mientras los inmigrantes no disfruten de derechos plenos (incluyendo el derecho al voto), mientras estén forzados a separarse de sus familias y bajo la amenaza constante de detención y deportación sumarias, el interés de cada trabajadora y trabajador en este país estará fatalmente comprometido. No hay vuelta de hoja. La gente que vive de su trabajo sólo puede lograr un progreso serio – o por lo menos defenderse — a través de la unidad y la audacia en la acción política. Contra lo que los medios propalan: la pobreza y sus patologías asociadas no son — principalmente — problemas individuales. Son problemas sociales. Los trabajadores estadounidenses necesitan cuidar a sus pobres y vulnerables — poner sus intereses primero. El divisionismo racial y la existencia de un grupo subprivilegiado (mayormente, aunque no únicamente, latino) — un grupo de trabajadores de segunda clase, virtuales siervos a contrato — corrompe el corazón y ofusca la mente de la clase trabajadora en Estados Unidos. El trabajador nativo que mira al inmigrante como a un rival se daña a sí mismo. El sentimiento contra los inmigrantes es contraproducente para los trabajadores nativos. Los Sensenbrenners y los Dobbses (así como los Bushes y los Gigots, sotto voce) nos quieren hacer creer que los trabajadores inmigrantes socavan las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores nativos. Este es un truco ideológico burdo — aunque terriblemente eficaz — que utiliza las diferencias superficiales entre los trabajadores para enfrentar a hermanas y hermanos contra hermanas y hermanos. Divide et impera. Pero los hechos no están de su lado. Ningún estudio serio sobre inmigración ha podido establecer un impacto negativo neto en la economía de Estados Unidos. Por el contrario, la creencia más amplia entre los especialistas es que los efectos son positivos (aunque modestos en relación con el enorme tamaño de la economía de Estados Unidos). Ningún estudio serio ha podido tampoco documentar un impacto negativo grande en el mercado laboral. Hay argumentos creíbles de que el impacto en el segmento no calificado del mercado laboral es negativo y significativo. Quizás sea así, pero el efecto que se alega es de todos modos pequeño. Dada su dimensión, un modesto mecanismo fiscal podría compensar fácilmente a los trabajadores afectados, recaudando impuestos de los que más se benefician del trabajo inmigrante. (El impacto dispar de la inmigración en la geografía política del país se podría abordar en forma semejante.) Las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores estadounidenses no tienen que estar sujetas a un juego de suma cero jugado por nativos contra inmigrantes (y esto incluye nuestra débil y desgastada red de prestaciones sociales). Pero lo estarán mientras sigamos tratando los intereses del capital como si fueran sagrados e inmutables. Disipemos el mito: no hay nada inmutable ni sagrado en la riqueza acumulada en busca de expansión, como no lo hay en los mercados. El único propósito sano de una economía debe ser el satisfacer las necesidades concretas de la gente. Pero, para comenzar a unirse y conquistar un mejor trato colectivo a expensas de los extremadamente ricos, los trabajadores estadounidenses tienen que darse cuenta que la inmigración no es causa principal — ni siquiera significativa — de la escasez de empleos y de la caída o estancamiento de los salarios. Hay otros factores, de mayor envergadura. Y todos ellos pueden ser conformados, desmantelados, reformados, influidos — directa o indirectamente — por los trabajadores mediante su creciente unidad, coraje y autonomía política. Considérese el papel del comercio exterior. No necesitamos aceptar los postulados de la teoría económica (por ejemplo, el “teorema de la ecualización de los precios de los factores” de Paul Samuelson) como dogmas para advertir que el comercio (incluyendo el comercio de activos financieros, que incluye las transferencias internacionales de capital) actúa como un caballo de Troya. Con comercio exterior (incluyendo la movilidad virtualmente sin restricciones del capital que caracteriza a los mercados financieros hoy día), el freno a la inmigración (suponiendo que fuera posible) no puede anular los efectos de la competencia de los trabajadores extranjeros sobre los empleos y los salarios en Estados Unidos. Aunque los trabajadores estadounidenses están en su derecho — ¡y deben ejercerlo! – democrático de intentar regular el ritmo de los cambios sociales que los involucran (a diferencia de ser meras víctimas pasivas de fuerzas económicas anónimas), se debe reconocer que ninguna reforma en la política comercial puede cambiar las realidades brutales que subyacen a la competencia extranjera: las gigantescas disparidades en los niveles de riqueza, productividad, salarios y normas de vida que prevalecen en el mundo de hoy. Si los trabajadores estadounidenses quieren ejercer su derecho democrático a buscar controlar los fenómenos económicos globales que perturban sus vidas, necesitan entonces abordar la causa más profunda: la desigualdad mundial. Y como dice el cliché: los problemas globales requieren soluciones globales — en este caso por el trabajador global. Y, en ese terreno, los trabajadores estadounidenses están en una posición envidiable para encabezar un amplio esfuerzo por la unidad de los trabajadores del mundo. Pero nótese que esta — la unidad del trabajador global — es el caballo que ha de arrastrar la carreta. Lo que no podemos hacer en Estados Unidos es exigir medidas unilaterales (y mayormente ilusorias) para proteger nuestros salarios y niveles de vida a costas de los trabajadores extranjeros. Nuestras demandas deben tener un blanco interno: construir una red pública de prestaciones sociales que reduzca los riesgos económicos a que están expuestas las familias trabajadoras, una red pública de prestaciones que esté a la altura del país más rico del mundo. El proteccionismo es altamente tóxico, particularmente en aquellos sectores e industrias en que — ausente la protección (incluyendo la legislación contra los inmigrantes) — tendría más trabajadores por máquina (por ejemplo, la agricultura, la fabricación de textiles, etc.). Nuestro derecho democrático a regular la velocidad de los cambios sociales que nos afectan no está por encima de nuestra obligación (en última instancia alineada con nuestro propio interés a largo plazo) hacia los trabajadores en el resto del mundo. Pero, ¿están los trabajadores estadounidenses en posición de convertirse en una fuerza progresista en los asuntos globales? ¡Absolutely sí! Si no nosotros, ¿quién? Sólo tenemos que observar el comportamiento de “nuestra” élite económica, tanto de su ala neoconservadora como de su ala neoliberal, una actuando como bravucón de esquina y la otra cubierta bajo un manto de diplomacia y reverencia a los mercados libres. La clase gobernante en Estados Unidos no puede ser más megalomaníaca en su autopercepción colectiva. Esa gente afirma como si se tratara de un hecho indiscutible su “derecho” divino a dominar el globo, a decidir la forma en que las demás naciones deben administrar sus recursos naturales, sus economías y sus asuntos políticos. Ellos deciden cuáles derechos humanos cuentan en el mundo y cuáles no. Ellos afirman su “derecho” a utilizar unilateralmente la violencia masiva en aras de sus apetitos en el mundo. Es “natural” para ellos amenazar a naciones enteras en el otro lado del planeta con armas nucleares temibles si aquellas no se someten a su designio. Y, sin embargo, a los trabajadores estadounidenses — ¡a la fuerza motriz que lo hace todo posible con su sudor y talento! – sólo se le ocurre ver sus intereses en la forma más angosta, mezquina e individualista. Incluso intelectuales progresistas sofisticados dudan de la existencia de una base objetiva para la solidaridad entre los trabajadores de naciones diferentes. Esta falla geológica en la vida política de Estados Unidos es la que subyace el papel retardatario, reaccionario y altamente peligroso que el país sigue jugando en el escenario global hoy día. Debemos corregirla, con un serio sentido de urgencia. Si los que se apropian de masas obscenas de riqueza piensan en grande, los que producimos directamente esa riqueza tenemos que pensar todavía más grande. El movimiento inmigrante por derechos plenos está indicándonos el camino. Mientras Washington parece estar decidiendo la suerte de 11 millones de seres humanos (y sus parientes en el extranjero) como si se tratara de ganado, mientras se dividen entre los que abogan por una política insensata de “sólo aplicación de la ley” y los que persiguen una política codiciosa de “aplicación de la ley con explotación”, los afectados (y quienes los apoyan) han salido a las calles. Ya se anticipa el primero de mayo como una jornada decisiva en esta lucha. Y esto es sólo la expresión de una minoría trabajadora en este país, la minoría desamparada, la minoría sin derechos — y sus apoyadores. ¿Qué no se podría conseguir con la participación de los trabajadores nativos, la inmensa mayoría, marchando junto a sus hermanas y hermanos nacidas(os) en el extranjero? Este tiene que ser su llamada de alerta. Es hora ya de que los trabajadores estadounidenses — todos los que en este país nos sostenemos con un salario, sueldo o pensión — asumamos un rol activo y consciente en la hechura de la historia, un rol progresista grande, a la altura de nuestro potencial. El movimiento por los derechos plenos para todos los trabajadores debe ser visto por cada trabajador nativo como su propio movimiento, porque en la forma más directa e íntima es su propio movimiento. A largo plazo (y quizá no tan largo), la única “reforma migratoria” que tiene sentido para todos los trabajadores — o para la mayoría — en Estados Unidos es muy simple: libre inmigración. Debemos exigir el retiro unilateral de todas las barreras legales a la inmigración a Estados Unidos. No es una quimera política. La experiencia histórica reciente en la Unión Europea, en donde países con alguna varianza en su nivel de desarrollo levantaron las barreras legales a la migración, subraya tanto la factibilidad como los retos involucradas en una política de libre inmigración a los Estados Unidos. Sí, hay retos, pero el cielo no se cae. La libre inmigración sería un primer paso concreto para mostrarle a los trabajadores en el resto del mundo que sus hermanas y hermanos en Estados Unidos están seriamente interesados en la unidad de todos los trabajadores. Ha sido dicho antes, pero vale la pena repetirlo: ¡los trabajadores unidos sí tienen un mundo que ganar! |
If the working people in the U.S. are to attain unity, collective self-confidence, and political independence in the near future (and how badly we need it!), the demand of the immigrant workers’ movement for full rights must be on the front burner. The working people in this country need to take it for what it is — the largest civic mass movement in U.S. memory! Why should the native-worker majority in the U.S. support the struggle of people who have a different skin color, perform quasi-invisible low-end jobs, and tend to speak a different language? Because, today, there’s nothing as crucial to their own wellbeing!
Nothing improves the cohesion and morale of a group like taking care of its weakest members. And nothing splits and demoralizes a group like sacrificing the needs of the weak for the sake of the strong. Simple as that. Immigrant workers, over 20 million people, are about one sixth of the U.S. labor force. And the “undocumented” workers (half of whom are Mexicans) are only 11 million: a small fraction in a labor force of 150 million. They are poor, low-wage earners, living under the radar, without legal rights. As long as native U.S. workers continue to see these workers as them (not part of us), as long as immigrants don’t have full rights (including the right to vote), as long as they are under the constant threat of detention and deportation, with their families split, the interest of each and every working woman and man in this country will be fatally compromised. There is no way around this. People who live off their work can only achieve serious progress — or at least defend themselves — through unity and audacity in political action. Poverty and its associated pathologies are not mainly individual, but societal problems. The U.S. workers need to look after their poor and weak — put their interest first. Racial divisionism and the existence of an underprivileged group (mostly, but not only, Latino) — a group of second-class workers, virtual indentured servants — corrupts the heart and clouds the mind of the U.S. working class. The native U.S. worker who views the immigrant as his rival shoots himself in the foot. The anti-immigration sentiment can only backfire on the native workers. The Sensenbrenners and the Dobbses (as well as the Bushes and the Gigots, sotto voce) would have us believe that immigrant workers erode the working and living conditions of native workers. This is a gross — but terribly effective — ideological trick that uses the superficial divisions among workers to pit sisters and brothers against sisters and brothers. Divide et impera. But the facts are not with them. No serious study on immigration has been able to establish a net negative impact on the U.S. economy. On the contrary, the effects are widely believed to be positive (albeit modest in relation to the large size of the U.S. economy). No serious study has been able to document a large negative impact on the labor market either. There are credible claims that the impact on the unskilled segment of the labor market is negative and significant. Perhaps, but the alleged effect is still small. Given its dimension, a modest fiscal mechanism could easily compensate the affected workers, taxing those who benefit most from immigrant labor. (The uneven impact of immigration on the political geography could be tackled in similar manner.) The working and living conditions of U.S. workers don’t have to be subject to a zero-sum game played by natives versus immigrants (and this includes our thin and frayed social safety net). But they will be for as long as we treat the interest of capital as immutable and sacred. Let us dispel the myth: there is nothing immutable or sacred about appropriated wealth in pursuit of self-expansion or about the markets. The only sane purpose of an economy should be to meet the needs of concrete people. But, just to start uniting and getting a better collective deal at the expense of the extremely wealthy, the U.S. workers have to realize that immigration is not the main — or even a significant — reason why real wages fall or stagnate. There are other, major factors. And all of them can be shaped up, dismantled, reformed, or influenced, directly or indirectly, by the workers with increasing unity, nerve, and political self-direction. Consider the role of trade. We don’t need to accept the tenets of economic theory (e.g., Paul Samuelson’s “factor price equalization theorem”) as dogmas to note that trade (including the trade of financial assets, which includes international transfers of capital) acts as a Trojan horse. In the presence of trade (including the virtually-unrestricted capital mobility that characterizes today’s financial markets), stopping immigration (if it were feasible) would not nullify the effects of competition from foreign workers on U.S. employment and wages. While the U.S. workers are entitled to — and should! — exercise their democratic right to regulate the pace of social change (as opposed to being passive victims of blind economic forces), it must be recognized that no trade policy reform can change the brutal realities that underlie foreign competition: the gigantic disparities in wealth, productivity, wages, and living standards that prevail in today’s world. If the U.S. workers want to exercise a democratic control over the global economic phenomena that disrupt their lives, they need to address the deeper cause: world inequality. As the cliché goes, global problems demand global solutions — in this case by the global worker. And, in this regard, the U.S. workers are in an enviable position to lead a sweeping effort to unite the workers of the world. But note that this — the unity of the global worker — is the horse that will pull the cart. What we cannot do in the U.S. is demand unilateral (and mostly illusory) measures to protect our wages and standards of living at the expense of foreign workers. Our demands should have a domestic focus: a social safety net to reduce the economic risks that afflict working families, worthy of the richest country in the world. Protectionism, particularly in those sectors and industries that — without protection (including anti-immigration legislation) — would have more workers per machine (e.g., agriculture, textiles, etc.), is most toxic. Our democratic right to regulate the pace of social change is not above our obligation (ultimately aligned with our own, long-run self-interest) towards the workers in the rest of the world. But, are the U.S. workers in a position to be a progressive force in global affairs? Absolutely! If not us, who? Turn and look at the behavior of “our” economic elite, both its neo-conservative and its neo-liberal wings, one acting like a vociferous bully and the other under a thin coat of diplomacy and free market reverence. The U.S. ruling class cannot have a more grandiose sense of collective self! They assert as an indisputable matter of fact their God-given “right” to dominate the globe, to decide how nations should manage their natural resources, their economies, and their political affairs. They decide which human rights matter in the world and which don’t. They assert their “right” to use massive violence unilaterally in the pursuit of their interest in the world at large. It is “natural” for them to threaten entire nations on the other side of the planet with terrifying nuclear weapons if they don’t yield to their interest. Yet, the U.S. workers — the motive force that makes it all possible with sweat and wits! — can only conceive of their interests in the narrowest, most trifling, and most individualistic way. Even sophisticated progressive intellectuals doubt the existence of an objective basis for solidarity among workers of different nations! This geological fracture in the U.S. polity is what underlies the regressive, reactionary, and frighteningly dangerous role the U.S. continues to play in today’s global stage. We must fix it, with a serious sense of urgency. If those who appropriate obscene masses of wealth think big, those who directly produce that wealth should think bigger. The immigrant movement for full rights is showing the way. While Washington appeared to be deciding on the fate of 11 million people (and their relatives abroad) as if they were dealing with cattle, while they were divided between a deranged policy of “enforcement only” and a greedy policy of “enforcement cum exploitation,” the people affected took to the streets. And that is only the expression of a minority of workers in this country, the minority with no rights — and their supporters. What could not be achieved with the involvement of U.S. native workers, marching side by side with their foreign-born sisters and brothers? This should be the wake-up call. It’s high time for the U.S. workers — all of those in this country who, over their lifetime, will sustain themselves on a wage, a salary, or a pension — to assume an active role in shaping history, a big progressive role, commensurate to our potential. The movement for full rights for all workers should be viewed by every native worker as her or his own movement, because in the most direct and intimate way it is her or his own movement. In the long (and perhaps not so long) run, the only “immigration reform” that makes sense to all or most workers in the U.S. is very simple: free immigration. We must demand the unilateral removal of all the legal barriers to immigration to the United States. It is not a political pipe dream. The recent historical experience of the European Union, where countries with some variance in their development level removed their legal barriers to migration, highlights both the feasibility and the challenges that would be involved in a policy of free immigration to the U.S. Yes, there are challenges, but the sky doesn’t fall. Free immigration would be a concrete first step to show the workers in the rest of the world that their U.S. sisters and brothers are seriously interested in the unity of all workers. It has been said before, but bears repetition: the united workers do have a world to win! |
Julio Huato es un economista. Trabaja para el Howard Samuels Center en la City University of New York. Nació en México y vive actualmente en Brooklyn, Nueva York. | Julio Huato is an economist. He works for the Howard Samuels Center at the City University of New York. He was born in Mexico and currently lives in Brooklyn. |