The Culture of Hate [La cultura del odio]

 

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Sobre la revolución y la reacción silenciosa de nuestro tiempo.  Las razones del caos ultramoderno.  Sobre la colonización del lenguaje y de cómo el poder tradicional reacciona contra el progreso de la historia usando herramientas anacrónicas de repetición.

Pedagogía universal de la obediencia

La pedagogía antigua se sintetizaba en la frase “la letra con sangre entra”.  Este era el soporte ideológico que permitía al maestro golpear con una regla las nalgas o las manos de los malos estudiantes.  Cuando el mal estudiante lograba memorizar y repetir lo que el maestro quería, cesaba el castigo y comenzaba el premio.  Luego el mal estudiante, convertido en un “hombre de bien”, se dedicaba a dar clases repitiendo los mismos métodos.  No es casualidad que el célebre estadista y pedagogo, F. Sarmiento, declarara que “un niño no es más que un animal que se educa y dociliza.”  De hecho, no hace otra cosa quien pretende domesticar un animal cualquiera.  “Enseñar” a un perro no significa otra cosa que “hacerlo obediente” a la voluntad de su amo, de humanizarlo. Lo cual es una forma de degeneración canina, como lo es la frecuente deshumanización de un hombre en perro — al teatro de Osvaldo Dragún.

No muy distinta es la lógica social.  Quien tiene el poder es quien define qué significa una palabra o la otra.  En ello va implícita una obediencia social.  En este sentido, hay palabras claves que han sido colonizadas en nuestra cultura, tales como democracia, libertad, justicia, patriota, desarrollo,civilización, barbarie, etc.  Si observamos la definición de cada una de las palabras que deriva desde el mismo poder — el amo –, veremos que sólo por la fuerza de un “aprendizaje violento”, colonizador y monopólico, se puede aplicar a un caso concreto y no al otro, a una apariencia y no a la otra, a una bandera y no a la otra — y casi siempre con la fuerza de la obviedad.  No es otra lógica la que domina los discursos y los titulares de los diarios en el mundo entero.  Incluso el perdedor, quien recibe el estigma semiótico, debe usar este lenguaje, estas herramientas ideológicas para defender una posición (tímidamente) diferente a la oficial, a la establecida.

La revolución y la reacción

Lo que vivimos en nuestro tiempo es una profunda crisis que naturalmente deriva de un cambio radical de sistemas — estructurales y mentales — : de un sistema de obediencias representativas por otro de democracia progresiva.

No es casualidad que esta reacción actual contra la desobediencia de los pueblos tome las formas de renacimiento del autoritarismo religioso, tanto en Oriente como en Occidente.  Aquí podríamos decir, como Pi i Margall en 1853, que “la revolución es la paz y la reacción la guerra”.  La diferencia en nuestro tiempo radica en que tanto la revolución como la reacción son invisibles; están camuflados con el caos de los acontecimientos, de los discursos mesiánicos y apocalípticos, en antiguos códigos de lectura heredados de la Era Moderna.

La gran estrategia de la reacción

Ahora, ¿cómo se sostiene esta reacción contra la democratización radical, que es la revolución invisible y tal vez inevitable?  Podríamos continuar observando que una forma de atentar contra esta democratización es secuestrando la misma idea de “democracia” por parte de la misma reacción.  Pero ahora mencionemos sólo algunos síntomas que son menos abstractos.

En el centro del “mundo desarrollado”, las cadenas de televisión y de radio más importantes repiten hasta el cansancio la idea de que “estamos en guerra” y que “debemos enfrentar a un enemigo que quiere destruirnos”.  El mal deseo de grupos minoritarios — en crecimiento — es incuestionable; el objetivo, nuestra destrucción, es infinitamente improbable; a no ser por la ayuda de una autotraición, que consiste en copiar todos los defectos del enemigo que se pretende combatir.  No por casualidad, el mismo discurso se repite entre los pueblos musulmanes — sin entrar a considerar una variedad mucho mayor que esta simple dicotomía, producto de otra creación típica de los poderes en pugna: la creación de falsos dilemas.

En la última guerra que hemos presenciado, regada como siempre de abundante sangre inocente, se repitió el viejo modelo que se repite cada día y sin tregua en tantos rincones del mundo.  Un coronel, en una frontera imprecisa, declaraba a un canal del Mundo Civilizado, de forma dramática: “es en este camino donde se decide el futuro de la humanidad; es aquí donde se está desarrollando el ‘choque de las civilizaciones'”.  Durante todo ese día, como todos los días anteriores y los subsiguientes, las palabras y las ideas que se repetían una y otra vez eran: enemigo, guerra, peligro inminente, civilización y barbarie, etc.  Poner en duda esto sería como negar la Sagrada Trinidad ante la Inquisición o, peor, cuestionar las virtudes del dinero ante Calvino, el elegido de Dios.  Porque basta que un fanático llame a otro fanático de “bárbaro” o “infiel” para que todos se pongan de acuerdo en que hay que matarlo.  El resultado final es que rara vez muere uno de estos bárbaros si no es por elección propia; los suprimidos por virtud de las guerras santas son, en su mayoría, inocentes que nunca eligen morir.  Como en tiempos de Herodes, se procura eliminar la amenaza de un individuo asesinando a toda su generación — sin que se logre el objetivo, claro.

No hay opción: “es necesario triunfar en esta guerra”.  Pero resulta que de esta guerra no saldrán vencedores sino vencidos: los pueblos que no comercian con la carne humana.  Lo más curioso es que “de este lado” quienes están a favor de todas las guerras posibles son los más radicales cristianos, cuando fue precisamente Cristo quien se opuso, de palabra y con el ejemplo, a todas las formas de violencia, aún cuando pudo aplastar con el solo movimiento de una mano a todo el Imperio Romano — el centro de la civilización de entornes — y sus torturadores.  Si los “líderes religiosos” de hoy en día tuviesen una minúscula parte del poder infinito de Jesús, las invertirían todas en ganar las guerras que todavía tienen pendientes.  Claro que si vastas sectas cristianas, en un acto histórico de bendecir y justificar la acumulación insaciable de oro, han logrado pasar un ejército de camellos por el ojo de una misma aguja, ¿qué no harían con el difícil precepto de ofrecer la otra mejilla?  No sólo no se ofrece la otra mejilla — lo cual es humano, aunque no sea cristiano — , sino que además se promueven todas las formas más avanzadas de la violencia sobre pueblos lejanos en nombre del Derecho, la Justicia, la Paz y la Libertad — y de los valores cristianos.  Y aunque entre ellos no existe el alivio privado de la confesión católica, la practican frecuentemente después de algún que otro bombardeo sobre decenas de inocentes: “lo sentimos tanto. . .”

En otro programa de televisión, un informe mostraba fanáticos musulmanes sermoneando a las multitudes, llamando a combatir al enemigo occidental.  Los periodistas preguntaban a profesores y analistas “cómo se forma un fanático musulmán?”  A lo que cada especialista trataba de dar una respuesta recurriendo a la maldad de estos terribles personajes y otros argumentos metafísicos que, si bien son inútiles para explicar racionalmente algo, en cambio son muy útiles para retroalimentar el miedo y el espíritu de combate de sus fieles espectadores.  No se les pasa por la mente siquiera pensar en lo más obvio: un fanático musulmán se forma igual que se forma un fanático cristiano, o un fanático judío: creyéndose los poseedores absolutos de la verdad, de la mejor moral, del derecho y, ante todo, de ser los ejecutores de la voluntad de Dios — violencia mediante.  Para probarlo bastaría con echar un vistazo a la historia de los varios holocaustos que ha promovido la humanidad en su corta historia: ninguno de ellos ha carecido de Nobles Propósitos; casi todos fueron acometidos con el orgullo de ser hijos privilegiados de Dios.

Si uno es un verdadero creyente debe comenzar por no dudar del texto sagrado que fundamenta su doctrina o religión.  Esto, que parece lógico, se convierte en trágico cuando una minoría le exige al resto del pueblo la misma actitud de obediencia ciega, usurpando el lugar de Dios en representación de Dios.  Se opera así una transferencia de la fe en los textos sagrados a los textos políticos.  El ministro del Rey se convierte en Primer Ministro y el Rey deja de gobernar.  En la mayoría de los medios de comunicación no se nos exige que pensemos; se nos exige que creamos.  Es la dinámica de la publicidad que forma consumidores de discursos basados en el sentido de la obviedad y la simplificación.  Todo está organizado para convencernos de algo o para ratificar nuestra fe en un grupo, en un sistema, en un partido.  Todo bajo el disfraz de la diversidad y la tolerancia, de la discusión y el debate, donde normalmente se invita a un gris representante de la posición contraria para humillarlo o burlarse de él.  El periodistacomprometido, como el político, es un pastor que se dirige a un público acostumbrado a escuchar sermones incuestionables, opiniones teológicas como si fuesen la misma palabra de Dios.

Estas observaciones son sólo para principiar, porque seríamos tan ingenuos como aquellos si no entrásemos en la ecuación los intereses materiales de los poderosos que — al menos hasta ahora — han decidido siempre, con su dedo pulgar, el destino de las masas inocentes.  Lo que se prueba sólo con observar que los cientos y miles de víctimas inocentes, aparte de alguna disculpa por los errores cometidos, nunca son el centro de análisis de las guerras y del estado permanente de tensión psicológica, ideológica y espiritual.  (Dicho aparte, creo que sería necesario ampliar una investigación científica sobre el ritmo cardíaco de los espectadores antes y después de presenciar una hora de estos programas “informativos” — o como se quiera llamar, considerando que, en realidad, lo más informativo de estos programas son los anuncios publicitarios; los informativos en sí mismo son propaganda, desde el momento que en reproducen el lenguaje colonizado.)

El diálogo se ha cortado y las posiciones se han alejado, envenenadas por el odio que destilan los grandes medios de comunicación, instrumentos del poder tradicional.  “Ellos son la encarnación del Mal”; “Nuestros valores son superiores y por lo tanto tenemos derecho a exterminarlos”. “La humanidad depende de nuestro éxito”.  Etcétera.  Para que el éxito sea posible antes debemos asegurarnos la obediencia de nuestros conciudadanos.  Pero quedaría por preguntarse si es realmente el “éxito de la guerra” el objetivo principal o un simple medio siempre prorrogable para mantener la obediencia del pueblo propio, el que amenazaba con independizarse y entenderse de una forma novedosa con los otros.  Para todo esto, la propaganda, que es propagación del odio, es imprescindible.  Los beneficiados son una minoría; la mayoría simplemente obedece con pasión y fanatismo: es la cultura del odio que nos enferma cada día.  Pero la cultura del odio no es el origen metafísico del Mal, sino apenas el instrumento de otros intereses.  Porque si el odio es un sentimiento que se puede democratizar, en cambio los intereses han sido hasta ahora propiedad de una elite.  Hasta que la Humanidad entienda que el bien del otro no es mi perjuicio sino todo lo contrario: si el otro no odia, si el otro no es mi oprimido, también yo me beneficiaré de su sociedad.  Pero vaya uno a explicarle esto al opresor o al oprimido; rápidamente lograrán ponerse de acuerdo para retroalimentar ese círculo perverso que nos impide evolucionar como Humanidad.

La humanidad resistirá, como siempre resistió a los cambios más importantes de la historia.  No resistirán millones de inocentes, para los cuales los beneficios del progreso de la historia no llegarán nunca.  Para ellos está reservado la misma historia de siempre: el dolor, la tortura y la muerte anónima que pudo evitarse, al menos en parte, si la cultura del odio hubiese sido reemplazada antes por la comprensión que un día será inevitable: el otro no es necesariamente un enemigo que debo exterminar envenenando a mis propios hermanos; el beneficio del otro será, también, mi beneficio propio.

Este principio fue la conciencia de Jesús, conciencia que luego fue corrompida por siglos de fanatismo religioso, lo más anticristiano que podía imaginarse de los Evangelios.  Y lo mismo podríamos decir de otras religiones.

En 1866 Juan Montalvo dejó testimonio de su propia amargura: “Los pueblos más civilizados, aquellos cuya inteligencia se ha encumbrado hasta el mismo cielo y cuyas prácticas caminan a un paso con la moral, no renuncian a la guerra: sus pechos están ardiendo siempre, su corazón celoso salta con ímpetus de exterminación”.  Y luego: “La paz de Europa no es la paz de Jesucristo, no: la paz de Europa es la paz de Francia e Inglaterra, la desconfianza, el temor recíproco, la amenaza; la una tiene ejércitos para sojuzgar el mundo, y sólo así cree en la paz; la otra se dilata por los mares, se apodera de todos los estrechos, domina las fortalezas más importantes de la tierra, y sólo así cree en paz.”

Salidas del laberinto

Si el conocimiento — o la ignorancia — se demuestra hablando, la sabiduría es el estado superior donde un hombre o una mujer aprenden a escuchar.  Como bien recomendó Eduardo Galeano a los poderosos del mundo, el trabajo de un gobernante debería ser escuchar más y hablar menos.  Aunque sea una recomendación retórica — en el entendido que es inútil aconsejar a quienes no escuchan — no deja de ser un principio irrefutable para cualquier demócrata mínimo.  Pero los discursos oficiales y de los medios de comunicación, formados para formar soldados, sólo están ocupados en disciplinar según sus reglas.  Su lucha es la consolidación de significados ideológicos en un lenguaje colonizado y divorciado de la realidad cotidiana de cada hablante: su lenguaje es terriblemente creador de una realidad terrible, casi siempre en abuso de paradojas y oxímorones — como puede ser el mismo nombre de “medios de comunicación”.  Es el síntoma autista de nuestras sociedades que día a día se hunden en la cultura del odio.  Es información y es deformación.

En muchos ensayos anteriores, he partido y llegado siempre a dos presupuestos que parecen contradictorios.  El primero: no es verdad que la historia nunca se repite; siempre se repite; lo que no se repiten son las apariencias.  El segundo precepto, con al menos cuatrocientos años de antigüedad: la historia progresa.  Es decir, la humanidad aprende de su experiencia pasada y en este proceso se supera a sí misma.  Ambas realidades humanas han luchado desde siempre.  Si la raza humana fuese más memoriosa y menos hipócrita, si tuviera más conciencia de su importancia y más rebeldía ante su falsa impotencia, si en lugar de aceptar la fatalidad artificial del Clash of Civilizations reconociera la urgencia de un Dialogue of Cultures, esta lucha no regaría los campos de cadáveres y los pueblos de odio.  El proceso histórico, desde sus raíces económicas, está determinado y no puede ser contradictorio con los intereses de la humanidad.  Sólo falta saber cuándo y cómo.  Si lo acompañamos con la nueva conciencia que exige la posteridad, no sólo adelantaremos un proceso tal vez inevitable; sobre todo evitaremos más dolor y el reguero de sangre y muerte que ha teñido el mundo de rojo-odio en esta crisis mayor de la historia.

On the silent revolution and reaction of our time.  The reasons for ultramodern chaos.  On the colonization of language and how traditional authority reacts to historical progress using the anachronistic tools of repetition.

Universal Pedagogy of Obedience

The old pedagogical model was synthesized in the phrase “the letters enter with blood.”  This was the ideological support that allowed the teacher to strike, with a ruler, the buttocks or hands of the bad students.  When the bad student was able to memorize and repeat what the teacher wanted, the punishment would end and the reward would begin.  Then the bad student, having now been turned into “a good man,” could take over teaching by repeating the same methods.  It is not by accident that the celebrated Argentine statist and pedagogue, F. Sarmiento, would declare that “a child is nothing more than an animal that must be tamed and educated.”  In fact, this is the very method one uses to domesticate any old animal.  “Teaching” a dog means nothing more than “making it obedient” to the will of its master, humanizing it.  Which is a form of canine degeneration, just like the frequent dehumanization of a man into a dog — I refer to Osvaldo Dragún’s theatrical work.

The social logic of it is not much different.  Whoever has power is the one who defines what a particular word means.  Social obedience is implicit.  In this sense, there are key words that have been colonized in our culture, words like democracy, freedom, justice, patriot, development, civilization, barbarism, etc.  If we observe the definition of each one of these words derived from the same power — the same master — we will see that it is only by dint of a violent, colonizing and monopolistic “learning” that the term is applied to a particular case and not to another one, to one appearance and not to another, to one flag and not another — and almost always with the compelling force of the obvious.  It is this logic alone that dominates the discourse and headlines of daily newspapers the world over.  Even the loser, who receives the semiotic stigma, must use this language, these ideological tools to defend (timidly) any position that differs from the official, established one.

Revolution and Reaction

What we are experiencing at present is a profound crisis which naturally derives from a radical change in system — structural and mental: from a system of representative obedience to a system of progressive democracy.

It is not by accident that this current reaction against the disobedience of nations would take the form of a renaissance of religious authoritarianism, in the East as much as in the West.  Here we might say, like Pi i Margall in 1853, that “revolution is peace and reaction is war.”  The difference in our time is rooted in the fact that both revolution and reaction are invisible; they are camouflaged by the chaos of events, by the messianic and apocalyptic discourses, disguised in the old codes of reading inherited from the Modern Era.

The Grand Reactionary Strategy

Now, how does one sustain this reaction against radical democratization, which is the invisible and perhaps inevitable revolution?  We might continue observing that one form of attack against this democratization is for the reaction itself to kidnap the very idea of “democracy.”  But now let’s mention just a few of the least abstract symptoms.

At the center of the “developed world,” the most important television and radio networks repeat tiresomely the idea that “we are at war” and that “we must confront an enemy that wants to destroy us.”  The evil desire of minority groups — minority but growing — is unquestionable.  The objective, our destruction, is infinitely improbable — except, that is, for the assistance offered by self-betrayal, which consists in copying all of the defects of the enemy one pretends to combat.  Not coincidentally, the same discourse is repeated among Muslim peoples — without even beginning to consider anyone outside this simple dichotomy, another typical product of the powers in conflict: the creation of false dilemmas.

In the most recent war, irrigated as always with copious innocent blood, we witnessed the repetition of the old model that is repeated every day and ceaselessly in so many corners of the world.  A colonel, speaking from we know not which front, declared to a television channel of the Civilized World, dramatically: “It is on this road where the future of humanity will be decided; it is here where the ‘clash of civilizations’ is unfolding.”  Throughout that day, as with all the previous days and all the days after, the words and ideas repeated over and over again were: enemy, war, danger, imminent, civilization and barbarism, etc.  To raise doubts about this would be like denying the Holy Trinity before the Holy Inquisition or, even worse, questioning the virtues of money before Calvin, God’s chosen one.  Because it is enough for one fanatic to call another fanatic “barbaric” or “infidel” to get others to agree that he needs to be killed.  The final result is that it is rare for one of these barbaric people not to die by their own choice; most of those eliminated by the virtue of holy wars are innocents who would never choose to die.  As in the time of Herod, the threat of an individual is eliminated by assassinating his entire generation — without ever achieving the objective, of course.

There is no choice: “it is necessary to win this war.”  But it turns out that this war will produce no victors, only losers: peoples who do not trade in human flesh.  The strangest thing is that “on this side” the ones who favor every possible war are the most radical Christians, when it was none other than Christ who opposed, in word and deed, all forms of violence, even when he could have crushed with the mere wave of his hand the entire Roman Empire — the center of civilization at the time — and his torturers as well.  If the “religious leaders” of today had a miniscule portion of the infinite power of Jesus, they would invest it in winning their unfinished wars.  Obviously if huge Christian sects, in an historic act of benediction and justification for the insatiable accumulation of wealth, have been able to pass an army of camels through the eye of that proverbial needle, what wouldn’t they do to the difficult precept of turning the other cheek?  Not only is the other cheek not offered — which is only human, even though it’s not very Christian — but instead the most advanced forms of violence are brought to bear on distant nations in the name of Right, Justice, Peace, and Freedom — and of Christian values.  And even though among them there is no recourse to the private relief of Catholic confession, they often practice it anyway after a bombardment of scores of innocents: “we are so sorry. . . .”

On another television program, a report showed Muslim fanatics sermonizing the masses, calling upon them to combat the Western enemy.  The journalists asked professors and analysts “how is a Muslim fanatic created?”  To which each specialist attempted to give a response by referring to the wickedness of these terrible people and other metaphysical arguments that, despite being useless for explaining something rationally, are quite useful for feeding the fear and desire for combat of their faithful viewers.  It never occurs to them to consider the obvious: a Muslim fanatic is created in exactly the same way that a Christian fanatic, or a Jewish fanatic, is created: believing themselves to be in possession of the absolute truth, the best morality, and law and, above all, to be executors of the will of God — violence willing.  To prove this, one has only to take a look at the various holocausts that humanity has promoted in its brief history: none of them has lacked for Noble Purposes; almost all were committed with pride by the privileged sons of God.

If one is a true believer, one must start by not doubting the sacred text which serves as the foundation of the doctrine or religion.  This, which seems logical, becomes tragic when a minority demands from the rest of the nation the same attitude of blind obedience, usurping God’s role in representing God.  What operates here is a transference of faith in the sacred texts to faith in the political texts.  The King’s minister becomes the Prime Minister and the King ceases to govern.  In most of the mass media we are not asked to think; we are asked to believe.  It is the advertising dynamic that shapes consumers with discourses based on simplification and obviousness.  Everything is organized in order to convince us of something or to ratify our faith in a group, in a system, in a party.  All in the guise of tolerance and diversity, of discussion and debate, where typically a grey representative of the contrarian position is invited to the table in order to humiliate or mock him.  The committed journalist, like the politician, is a pastor who directs himself to an audience accustomed to hearing unquestionable sermons and theological opinions as if they were the word of God himself.

These observations are merely a beginning, because we would have to be very naïve indeed if we were to ignore the calculus of material interests on the part of the powerful, who — at least so far — have always decided, thumb up or thumb down, the fate of the innocent masses.  Which is demonstrated by simply observing that the hundreds and thousands of innocent victims, aside from the occasional apology for mistakes made, are never the focus of the analysis about the wars and the permanent state of psychological, ideological, and spiritual tension.  (As an aside, I think it would be necessary to develop a scientific investigation regarding the heart rate of the viewers before and after witnessing an hour of these “informational” programs — or whatever you want to call them, since, in reality, the most informative part of these programs is the advertisements; the informational programming itself is propaganda, from the very moment when they reproduce the colonized language.)

Dialogue has been cut off and the positions have polarized, poisoned by the hatred distilled by the big media, instruments of traditional power.  “They are the incarnation of Evil”; “Our values are superior and therefore we have the right to exterminate them.”  “The fate of humanity depends upon our success.”  Etcetera. . . .  To make success possible, we must first guarantee the obedience of our fellow citizens.  But it remains to be asked whether “success in the war” is really the main objective or instead a mere means, perpetually extendable, to maintain the obedience of one’s own people, those who were threatening to become independent and develop new forms of mutual understanding with other peoples.  For all of this, propaganda, which is the propagation of hate, is indispensable.  The beneficiaries are a minority; the majority simply obey with passion and fanaticism: it is the culture of hate that sickens us day after day.  But the culture of hate is not the metaphysical origin of Evil, but little more than an instrument of other interests.  Because if hatred is a sentiment that can be democratized, in contrast private interests to date have been the property of an elite.  Until Humanity understands that the well-being of the other does me no harm but quite the opposite: if the other does not hate, if the other is not oppressed by me, then I will also benefit from the other’s society.  But try explaining this to the oppressor or to the oppressed; they will quickly come to an agreement to feed off that perverse circle that keeps us from evolving together as Humanity.

Humanity will resist, as it has always resisted, the most important changes in history.  Resistance will not come from millions of innocents, for whom the benefits of historical progress will never arrive.  For them is reserved the same old story: pain, torture, and anonymous death that could have been avoided, at least in part, if the culture of hate had been replaced by the mutual comprehension that one day will be inevitable: the other is not necessarily an enemy that I must exterminate by poisoning my own brothers; what is to the benefit of the other will be to my benefit also.

This principle was Jesus’s conscience, a conscience that was later corrupted by centuries of religious fanaticism, the most anti-Christian Gospel imaginable.  And the same could be said of other religions.

In 1866, Juan Montalvo testified to his own bitterness: “The most civilized peoples, those whose intelligence has taken flight to the heavens and whose practices are guided by morality, do not renounce war: their breasts are ever burning, their zealous heart leaps with the impulse for extermination.”  And later: “The peace of Europe is not the peace of Jesus Christ, no: the peace of Europe is the peace of France and England, lack of confidence, mutual fear, threat; the one has armies sufficient to dominate the world and only for that reason believes in peace; the other extends itself over the seas, controls every strait, rules the most important fortresses on earth, and only for that reason believes in peace.”

Exits from the Labyrinth

If knowledge — or ignorance — is demonstrated by speaking, wisdom is the superior state in which a man or a woman learns to listen.  As Eduardo Galeano rightly recommended to the powerful of the world, the ruler’s job should be to listen more and speak less.  Although only a rhetorical recommendation — in the sense that it is useless to give advice to those who will not listen — this remains an irrefutable principle for any democrat.  But the discourses of the states and the mass media, created to create soldiers, are only concerned with disciplining according to their own rules.  Their struggle is the consolidation of ideological meaning in a colonized language divorced from the everyday reality of the speaker: their language is terribly creative of a terrible reality, almost always through abuse of the paradox and the oxymoron — as one might view the very notion of “communication media.”  It is the autistic symptom of our societies that day after day they sink further into the culture of hate.  It is information and it is deformation.

In many previous essays, I have departed from and arrived at two presuppositions that seem contradictory.  The first: it is not true that history never repeats itself; it always repeats itself; it is only appearances that are not repeated.  The second precept, at least four hundred years old: history progresses.  That is to say, humanity learns from past experience and in the process overcomes itself.  Both human realities have always battled each other.  If the human race remembered better and were less hypocritical, if it had greater awareness of its importance and were more rebellious against its false impotence, if instead of accepting the artificial fatalism of the Clash of Civilizations it were to recognize the urgency of a Dialogue of Cultures, this battle would not sow the fields with corpses and nations with hate.  The process of history, from its economic roots, is determined by and cannot be contradictory to the interests of humanity.  What remains to be known is only how and when.  If we accompany it with the new awareness demanded by posterity, we will not only advance a perhaps inevitable process; above all, we will avoid more pain and the spilling of blood and death that has tinged the world with hatred incarnadine in this greatest crisis of history.


Jorge Majfud was born in Tacuarembó, Uruguay in 1969.  From an early age he read and wrote fictions, but he chose to major in architecture and graduated from the Universidad de la República in Montevideo, Uruguay in 1996.  He taught mathematics and art at the Universidad Hispanoamericana de Costa Rica and Escuela Técnica del Uruguay.  He currently teaches Latin American literature at the University of Georgia.  He has traveled to more than forty countries, whose impressions have become part of his novels and essays.  His publications include Hacia qué patrias del silencio (memorias de un desaparecido) [novel] (Montevideo, Uruguay: Editorial Graffiti, 1996; Tenerife, Spain: Baile del Sol, 2001); Crítica de la pasión pura [essays] (Montevideo: Editorial Graffiti, 1998; Fairfax, Virginia: HCR, 1999; Buenos Aires, Argentina: Editorial Argenta, 2000); and La reina de América [novel] (Tenerife: Baile del Sol, 2002).  He contributed to Entre Siglos-Entre Séculos: Autores Latinoamericanos a Fin de siglo, edited by Pilar Ediçoes (Brasilia) and Bianchi Editores (Montevideo) in 1999.  His stories and articles have been published in various newspapers, magazines, and readers, such as El País and La República of Montevideo, Rebelión, and Hispanic Culture Review of George Mason University.  He is the founder and editor of the magazine SigloXXI — reflexiones sobre nuestro tiempo.  He is a regular contributor to Bitácora, the weekly publication of La República.  Translation by Bruce Campbell.