Así como en teología el mismo Cristo sirve para justificar la acumulación de capitales o para suprimir al prójimo en nombre del amor, así también la historia de los oprimidos sirve para crear mitos e ideoléxicos incuestionables, a la medida del poder de turno: el patriotismo, la libertad, la salvación del mundo,nuestro derecho de aplastar al extraño por las dudas, etc.
Por un lado, podemos sospechar que la aventura humana no se desarrolla de forma caótica. Tiene cierto sentido. Existen factores comunes, como la necesidad de sobrevivencia, de libertades, que articulan todas las morales aún en las culturas más alejadas. La regla de oro (“no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”) aparece en casi todas las religiones y las filosofías éticas más antiguas, desde Confucio, la Mahabharata, Jesús y Mahoma hasta nuestros días. Es decir, existe un factor humano que cohesiona a los individuos y los orienta a su propia liberación, a determinados conceptos de compromiso, igualdad y justicia. Pero no somos ingenuos: también existe lo contrario. Podemos agregar que tan universal como el más básico principio de “no matarás” es la costumbre de obviarlo bajo “muy buenas razones”. Siempre hay razones para matar, motivo por el cual existe la prohibición de hacerlo. Quizás la ONU sea, hoy en día, la institución que mejor parodia las relaciones humanas: sus reglas son universalmente aceptadas pero se cumplen sólo cuando convienen a los más fuertes y siempre en nombre de los más débiles. En un fuerte acto de fe y concesión podríamos aceptar que los hechos que comúnmente registra la Historia son verdaderos. Sin embargo, los hechos son como los residuos de una ruina antigua que un arqueólogo ordena para lograr una narración continua de unos acontecimientos que nadie presenció. La diferencia radica en que al arqueólogo no le interesan las consecuencias de su narración sino que ésta se ajuste a los fragmentos descubiertos para revelar una posible verdad. El poder hegemónico, en cambio, exige que los hechos se ajusten a su discurso. Si esto no ocurre, peor para los hechos. Ya en 1450, el cronista español Fernán Pérez de Guzmán, en Generaciones y Semblanzas, advertía de las costumbres de los “cronistas” que, por no desagradar a los reyes exageraban sus virtudes. Por esta razón propuso que se escribieran las crónicas sólo cuando los reyes hubiesen muerto, para que el poder no influyera sobre la narración de la historia. El poder político produce la contradicción fundamental: el testigo sólo es objetivo cuando no ha vivido los hechos. Bastaría leer el resto de las crónicas que siguieron a Guzmán para advertir otras razones, como los intereses o las supersticiones del cronista, pero rara vez éstas están totalmente libres de la gravitación del poder. Estoy seguro que mientras escribo estas líneas, consciente o inconscientemente estoy sufriendo de la misma fuerza. Las verdades inconvenientes al poder pueden surgir a la luz, pero se pierden en la intrascendencia, el descrédito y en el olvido, hasta que ese poder cambia o desaparece. Es el caso de un antiesclavista como Bartolomé de las Casas (1540) o de una feminista como Sor Juana Inés de la Cruz (1690). Es el poder — no necesariamente un gobierno — quien establece lo “políticamente correcto” al extremo que hasta el disidente debe aceptar el lenguaje y los símbolos impuestos para resistir a la tiranía de la verdad impuesta. Si en la Edad Media el poder era la Iglesia Católica o eran los príncipes feudales, en la (I) Era Moderna (1750-1950) y (II) Posmoderna (1950-2001) lo era el dinero. El dinero — el capital — impone su lógica no sólo por una pretendida “naturaleza” que beneficia el progreso del mundo sino a través de antiguas instituciones como (1) los ejércitos, (2) las iglesias, (3) los centros financieros y (4) los mass media. Esto no quiere decir, empero, que las cuatro instituciones estén a la orden del capital, porque sería una simplificación que negaría las contradicciones dentro de cada una de ellas. Una iglesia, por ejemplo, puede optar por su pueblo o por lo contrario. Por lo general, la opción ha sido a favor del poder central. Es posible sospechar el advenimiento de un tercer período histórico (III) que, en cierta forma, contradice y continúa a los períodos anteriores. Desde el Renacimiento, desde el humanismo europeo del siglo XIV, podemos advertir la insurgencia de sectores cada vez mayoritarios. Lo que Ortega y Gasset veía con espanto en 1928 como “la rebelión de las masas” comienza antes de la invención de la imprenta. Se continúa, claro, con la Revolución Francesa, la Revolución industrial y la revolución de los trabajadores en el siglo XX. Incluso el comunismo significó una etapa necesaria como experiencia fracasada: las masas que pretendían rebelarse terminaron sometiéndose al autoritarismo vertical en nombre de una pretendida “dictadura del proletariado”, es decir, las masas se sometieron a sí mismas en su propio nombre. No puede existir un grado mínimo de libertad sin desobediencia, y ésta comienza con el cuestionamiento permanente a las narraciones históricas, de los símbolos, de los ideoléxicos. Desobediencia no significa destrucción, tal como asumimos cuando juzgamos con la falsa conciencia del poder, con la moral del opresor. Desobediencia significa cuestionamiento, narración del propio sujeto que ha dejado de ser objeto narrado. Podemos hacer otro acto de fe: existe una determinada verdad histórica. Pero sería una ingenuidad creer que ésta es posible en un orden donde los pueblos no gobiernan sus propias narraciones, pueblos condenados a escuchar y obedecer, a hablar y no ser escuchados o a repetir la moral de quienes se reservan el derecho de decidir por otros, en nombre de esos otros. Es una tradición acusar a los críticos anticolonialistas de organizar la reescritura de la historia desde un punto de vista ideológico. No se dice, en cambio, que la Historia que éstos cuestionan también ha sido narrada y construida desde un punto de vista ideológico. Las diferencias son dos: el punto de vista del crítico inconforme se realiza desde el margen del oprimido. El punto de vista del Gran Narrador y de sus complacientes repetidores se halla en el centro dominante. La otra diferencia consiste en que la ideología del contestatario aparece como objeto visible, mientras que la ideología hegemónica, por ser omnipresente, es transparente, invisible, como el aire, como la falsa consciencia. La “educación secundaria” de la Historia, al mismo tiempo que permite conocer los hechos acostumbra repetir el orden narrativo que ha impuesto una determinada tradición que ha nacido con ese mismo poder. Al menos eso es lo que han pretendido hasta hoy los Estados, para proteger la inocencia del ciudadano que está naciendo. Protección e inocencia que se deben perpetuar luego en el adulto obediente. Una versión más radical y vulgarizada es producida por los mal llamados informativos de nuestro tiempo: la cámara de televisión, la imagen directa produce la falsa sensación de objetividad, de verdad. Pero no es una cámara liberada aún, sino dirigida por la mano del poder político y económico. La manipulación de la narración presente — creada con esos fragmentos de “hechos” — alcanza así su más dramática obscenidad, realizando el masivo crimen contra la conciencia humana. Si observamos los cambios de opinión en un lapso de apenas dos años, veremos que entre una verdad incuestionable y la otra hay una diferencia de decenas de miles de muertos, decenas de miles de desplazados, de olvidados, de deshumanizados. Claro, claro siempre en algún lugar lejano de donde se produce la opinión, la narración de la verdad. Algún lugar lejano donde nunca hay consecuencias por esos errores ni responsables que enfrenten algún tribunal, ni castigos mínimos que disimulen tanta injusticia. Este peso en la conciencia, en la opinión pública, se descarga convirtiendo los muertos en números, las injusticias en males inevitables en la lucha por la justicia, la libertad, el bien y otros valores superiores. Si echamos una mirada a los hechos de los últimos cuatrocientos años podríamos quedar abrumados ante tantas matanzas cometidas siempre con muy buenas razones, en nombre de la humanidad. Bastaría para volverse cínico o escéptico radical. Pero si observamos el proceso histórico en ese mismo período, tal vez podamos ver que pronto la masa dejará de ser masa, medio, instrumento, excusa, efecto colateral, ejército de reserva, para convertirse en lo que es: el único fin de sí misma o el único fin de Dios. Cuando esto ocurra, la libertad dejará de ser un ideoléxico definido por el poder; los pueblos dejarán de ser identificados con el caos y el caos con la anarquía. La violencia del Estado y la violencia ilegal perderán el usufructo ilimitado de la carne humana. Habrá un punto de inflexión cuando la escritura de la historia deje de estar administrada por las voces oficiales, por los moralizadores comprometidos con el poder y no con la humanidad. Una nueva historia será escrita cuando sea la humanidad la que escriba su propia historia según sus propios intereses y no una minoría según sus intereses sectarios. |
Just as in theology Christ himself serves to justify the accumulation of capital or the suppression of one’s neighbor in the name of love, so also the history of the oppressed serves to create unquestionable myths and idiolects, cut to the measure of the power of the moment: patriotism, freedom, world salvation, our right to crush the stranger because of doubts, etc.
On the one hand, we may suspect that the human adventure does not develop chaotically. It makes a certain sense. There are common factors, like the need for survival, for freedoms, articulated by all moralities even in very distant cultures. The golden rule (“don’t do to others what you don’t want them to do to you”) appears in almost all of the oldest ethical philosophies and religions, from Confucius, the Mahabharata, Jesus and Mohammed, to our present day. That is to say, there exists a human factor that binds individuals together and orients them toward their own liberation, toward determined concepts of compromise, equality, and justice. But we are not naïve: the opposite also exists. We can add that just as universal as the basic principle that “thou shalt not kill” is the custom of obviating it under “very good reasons.” There are always reasons for killing, the motive for which there exists a prohibition against doing so. Perhaps the United Nations is, today, the institution that best parodies human relations: its rules are universally accepted but are complied with only when convenient to the strongest and always in the name of the weakest. In a strong act of faith and concession, we might accept that the facts that History commonly registers are true. Nevertheless, the facts are like the residues of an ancient ruin that an archeologist organizes in order to achieve a continuous narration of some events that nobody witnessed. The difference lies in that the archeologist is not interested in the consequences of the narration but instead in the latter adjusting to the discovered fragments in order to reveal a possible truth. Hegemonic power, in contrast, demands that the facts be adjusted to its discourse. If this does not happen, so much the worse for the facts. Already in 1450, the Spanish chronicler Fernán Pérez de Guzmán, in Generaciones y Semblanzas, warned with regard to the customs of the “chroniclers” that, to avoid displeasing the kings, they exaggerated their virtues. For this reason he proposed that chronicles be written only after the kings had died, so that power did not influence the narration of history. Political power produces the fundamental contradiction: the witness is only objective when he has not lived through the facts. It would be sufficient to read the rest of the chronicles that followed Guzmán to notice other reasons for this, like the interests or superstitions of the chronicler, but rarely are the latter totally free of the influence of power. I am certain that, as I write these lines, consciously or unconsciously I am suffering from the same force. The truths inconvenient to power can emerge into the light, but they are lost in insignificance, discredit, and oblivion, until that power changes or disappears. Such is the case of an anti-slavery activist like Bartolomé de las Casas (1540) or of a feminist like Sor Juana Inés de la Cruz (1690). It is power — not necessarily a government — that establishes what is “politically correct” to such an extent that even the dissident must accept the imposed language and symbols in order to resist the tyranny of the imposed truth. If in the Middle Ages power was the Catholic Church or the feudal princes, in the (I) Modern Era (1750-1950) and (II) Postmodern Era (1950-2001) it was money. Money — capital — imposes its logic not only by a false “nature” that benefits the progress of the world but through old institutions like (1) the armies, (2) the churches, (3) the financial centers and (4) the mass media. This does not mean, however, that the four institutions are at the order of capital, because that would be a simplification that would deny the contradictions within each one of them. A church, for example, can opt for its people or for the contrary. Generally, the option has been in favor of central power. It is possible to suspect the advent of a third historical period (III) which, in a certain form, contradicts and continues the previous periods. Since the Renaissance, since the European humanism of the 14th century, we can observe the insurgency of increasingly majoritarian sectors. What Ortega y Gasset saw with fright in 1928 as “the rebellion of the masses” begins prior to the invention of the printing press. It continues, of course, with the French Revolution, the Industrial Revolution, and the workers’ revolution in the 20th century. Even communism meant a necessary stage as failed experience: the masses who attempted to rebel wound up submitting themselves to vertical authoritarianism in the name of a supposed “dictatorship of the proletariat,” which is to say, the masses subjugated themselves in their own name. There can exist no minimal degree of freedom without disobedience, and the latter begins with the permanent questioning of historical narrations, of symbols, of ideolects. Disobedience does not mean destruction, such as we assume when we judge with the false consciousness of power, with the morality of the oppressor. Disobedience means questioning, narration by the subject who has ceased to be a narrated object. We can make another act of faith: a specific historical truth exists. But it would be naïve to believe that this truth is possible in an order where nations do not govern their own narrations, nations condemned to listen and obey, to speak and not be heard, or to repeat the morality of those who reserve the right to decide for others in the name of those others. It is a tradition to accuse anti-colonial critics of organizing the re-writing of history from an ideological point of view. Nobody says, in contrast, that the History these critics question also has been narrated and constructed from an ideological point of view. There are two differences: the point of view of the dissident critic is from the margin of the oppressed. The point of view of the Great Narrator and of his complacent repeaters is located in the dominant center. The other difference is that anti-official ideology appears as a visible object, while hegemonic ideology, because it is omnipresent, is transparent, invisible, like the air, like false consciousness. The “secondary education” of History, at the same time that it permits the facts to be known, tends to repeat the narrative order imposed by a particular tradition born with that same power. At least that is what the States have attempted to date, in order to protect the innocence of the citizen who is being born. Protection and innocence that must then be perpetuated in the obedient adult. A more radical and vulgarized version is produced by the poorly named informational media of our time: the television camera, the direct image, produces the false sensation of objectivity, of truth. It is still not a liberated camera, but one directed by the hand of political and economic power. Manipulation of the present narration — created with those fragments of “facts” — thus reaches its dramatic obscenity, committing the massive crime against human conscience. If we observe the changes of opinion over a period of barely two years, we will see that between one unquestionable truth and the next there is a difference of tens of thousands of dead, tens of thousands of displaced, forgotten, dehumanized people. Of course, of course always in some distant place far from where opinion, the narration of the truth, is produced. Some distant place where there are neither consequences for those errors nor guilty parties who face some tribunal, nor the slightest punishments that might conceal so much injustice. This weight on the conscience, on public opinion, is lightened by turning the dead into numbers, injustices into inevitable evils in the fight for justice, freedom, the moral good, and other superior values. If we take a look at the facts of the last four hundred years, we might be overwhelmed by so much killing committed always with very good reasons, in the name of humanity. It would be sufficient cause for becoming a cynic or radical skeptic. But if we observe the historical process in that same period, perhaps we might see that soon the mass will cease to be mass, means, instrument, excuse, collateral effect, reserve army, and become instead what it is: the unique end in itself or the unique end of God. When this occurs, freedom will cease to be an ideolect defined by power; nations will cease to be identified with chaos and chaos with anarchy. The violence of the State and illegal violence will lose the unlimited usufruct of human flesh. There will be a point of inflection when the writing of history ceases to be administered by official voices, by moralizers committed to power and not to humanity. A new history will be written when it is humanity that writes its own history according to its own interests and not a minority according to its sectarian interests. |
Jorge Majfud was born in Tacuarembó, Uruguay in 1969. From an early age he read and wrote fictions, but he chose to major in architecture and graduated from the Universidad de la República in Montevideo, Uruguay in 1996. He taught mathematics and art at the Universidad Hispanoamericana de Costa Rica and Escuela Técnica del Uruguay. He currently teaches Latin American literature at the University of Georgia. He has traveled to more than forty countries, whose impressions have become part of his novels and essays. His publications include Hacia qué patrias del silencio (memorias de un desaparecido) [novel] (Montevideo, Uruguay: Editorial Graffiti, 1996; Tenerife, Spain: Baile del Sol, 2001); Crítica de la pasión pura [essays] (Montevideo: Editorial Graffiti, 1998; Fairfax, Virginia: HCR, 1999; Buenos Aires, Argentina: Editorial Argenta, 2000); and La reina de América [novel] (Tenerife: Baile del Sol, 2002). He contributed to Entre Siglos-Entre Séculos: Autores Latinoamericanos a Fin de siglo, edited by Pilar Ediçoes (Brasilia) and Bianchi Editores (Montevideo) in 1999. His stories and articles have been published in various newspapers, magazines, and readers, such as El País and La República of Montevideo, Rebelión, and Hispanic Culture Review of George Mason University. He is the founder and editor of the magazine SigloXXI — reflexiones sobre nuestro tiempo. He is a regular contributor to Bitácora, the weekly publication of La República. Translation by Bruce Campbell.