Violence of the Master, Violence of the Slave [Violencia del amo, violencia del esclavo]

Por alguna razón, la frase “la violencia engendra violencia” se popularizó en todo el mundo al mismo tiempo que su significado implícito se mantenía restringido a la violencia del oprimido.  Es decir, la violencia del amo sobre el esclavo es invisible en un estado de esclavitud, como en un estado de opresión la fuerza que lo sostiene usa todos los medios (ideológicos) para no perder esta categoría de invisibilidad o — en caso de ser descubierta — de naturalidad.

Dentro de ese marco invisible o natural, el esclavo cubano Juan Manzano se refería con nostalgia a sus primeras amas: “tuve por allá a la misma señora Da.  Joaquina que me trataba como a un niño, ella me vestía, peinaba y cuidaba de que no me rozase con los otros negritos de la misma mesa como en tiempo de señora la marquesa Justis se me daba mi plato que comía a los pies de mi señora la marquesa”.  Luego vinieron los tiempos malos, donde el joven Juan era castigado con el encierro, el hambre y la tortura.  Pasado el castigo, comía “sin medida” y por este pecado se lo volvía a castigar.  “No pocas veces he sufrido por la mano de un negro vigorosos azotes”, recordó en su Autobiografía de un esclavo (1839), lo que prueba la perfección de la opresión aún en un estado primitivo de producción y educación.

Este tipo de esclavitud se abolió en las leyes escritas de casi toda América Latina a principios del siglo XIX.  Pero la esclavitud del mismo estilo se continuó en la práctica hasta el siglo XX.  El ecuatoriano Juan Montalvo advertía que “los indios son libertos de la ley, pero ¿cómo lo he de negar?, son esclavos del abuso y la costumbre”.  Y luego: “palo que le dan para que se acuerde y vuelva por otra.  Y el indio vuelve, porque esa es su condición, que cuando le dan látigo, temblando en el suelo, se levanta agradeciendo a su verdugo: ‘Diu su lu pagui, amu’ […]  Las razas oprimidas y envilecidas durante trescientos años, necesitan ochocientos para volver en sí” (Los indios, 1887).

Por su parte, el boliviano Alcides Arguedas, en Pueblo enfermo (1909), reconocía que los hacendados de su país se negaban a desarrollar el ferrocarril porque los indios llevaban sus cosechas de una comarca a la otra a precio de nada y, por si fuese poco, la honestidad de éstos los hacía incapaces de robar un buey ajeno.  Bastaría sólo este ejemplo para demostrar que las ideologías de las clases dominantes se enquistan en la moral de los oprimidos (como el hecho de que un analfabeto maneje complejas reglas gramaticales demuestra la existencia de un conocimiento inconsciente).  Otro Arguedas, el peruano José María Arguedas, nos dejó una pintura viva de esta cultura del indio-pongo, el liberto sin salario, en Los ríos profundos (1958).

Según el boliviano Alcides Arguedas, los soldados tomaban a los indios de los pelos y a fuerza de sablazos los llevaban para limpiar cuarteles o les roban las ovejas para mantener a una tropa del ejército que estaba de paso.  Para que nos quede claro que la opresión se sirve de todas las instituciones posibles, en el mismo libro leemos la cita a un escrito de la época que informaba, refiriéndose a uno de estos condenados por la historia, que “el buey y su hijo de siete años están embargados por el cura á cuenta de los derechos del entierro de su mujer”.  Y más adelante: “Exasperada la raza indígena, abatida, gastada física y moralmente, inhábil para intentar la violenta reivindicación de sus derechos, hase entregada al alcoholismo de manera alarmante.  […]  Al indio no se le ve reír nunca sino cuando está ebrio.  […]  su alma es depósito de rencores acumulados de muy atrás, desde cuando, encerrada la flor de la raza, contra su voluntad, en el fondo de las minas, se agota rápidamente, sin promover clemencia en nadie  […]  Hoy día, ignorante, degradado, miserable, es objeto de la explotación general y de la general antipatía”.  Hasta que un día explota “oyendo a su alma repleta de odios, desfoga sus pasiones y roba, mata, asesina con saña atroz”.  Y como la violencia no puede quedar impune, “van los soldados bien municionados; fusilan á cuantos pueden; roban, violan, siembran el pavor y espanto por donde pasan”.  En esta cultura de la opresión, la mujer no puede ser mejor: “ruda y torpe, se siente amada cuando recibe golpes del macho; de lo contrario, para ella no tiene valor un hombre.”

Un año después, en diversos artículos aparecidos en diarios de La Paz y reunidos en el libro Creación de la pedagogía nacional, Franz Tamayo responde a algunas conclusiones de Arguedas y confirma otras: “el trabajo, la justicia, la gloria, todo se miente, todo se miente en Bolivia; todos mienten, menos aquel que no habla, aquel que obra y calla: el indio”.  Luego: “Aun los blancos de cierta categoría dijeron de maldiciones divinas, y los curas de pueblos y aldeas propalaron entre sus ignorantes feligreses indios, enojos de Dios contra la decaída raza y su deseo de hacerla desaparecer por inobediente, poco sumisa y poco obsequiosa” (1910).  Está de más decir que en lugar de Bolivia podríamos escribir cualquier otro nombre de país latinoamericano y no violentaríamos la verdad de la frase.

El amo es visualizado como un ser puro y bondadoso cuando concede un beneficio inusual al esclavo, como si poseyese un poder divino para administrar el derecho ajeno.  Tal vez podríamos aceptar cierta bondad del opresor si considerásemos un contexto particular.   El punto es que no les exigimos a los antiguos feudales que piensen como nosotros; nos exigimos a nosotros mismos no pensar como los antiguos feudales, como si no existiese una experiencia histórica en el medio.

Desde un punto de vista humanístico, la violencia del esclavo es siempre engendrada por la violencia del amo y no al revés.  Pero cuando imponemos la idea de que la violencia del esclavo engendra más violencia, estamos igualando lo que no es igual para mantener un orden que, de hecho y en su discurso, niega la misma igualdad humana.

Por esta razón, así como a mediados del siglo XX los reaccionarios de todo tipo asociaban, por estrategia, la integración racial con el comunismo para revindicar el apartheid como sistema social, así también hoy asocian los principios humanistas con una determinada izquierda política.  Los conservadores no pueden comprender que parte de su tan mentada responsabilidad personal es pensar de forma global y colectiva.  De otra forma, la responsabilidad personal es sólo egoísmo, es decir, irresponsabilidad moral.

Si recién en 1972 René Dubos acuñó la famosa frase, “Piensa globalmente, actúa localmente”, el pensamiento reaccionario ha practicado siempre una fórmula moral inversa: “Piensa localmente, actúa globalmente”.  En otras palabras, piensa como un provinciano en los intereses de tu aldea, de tu clase, y actúa como un imperialista que va a salvar la civilización como si fuese el brazo armado de Dios.

Si los amos insisten tanto en las ventajas de la competencia, ¿por qué exigen tanta cooperación de los esclavos?  Porque se necesita más que todas las armas del mundo para someter a un pueblo entero: es la desmoralización del oprimido, la ideología del amo, el miedo del esclavo y la colaboración del otro medio pueblo que funciona de punto de apoyo de la palanca de la opresión.  De otra forma, no se podría comprender cómo unos pocos miles de aventureros españoles conquistaron, dominaron a millones de incas y aztecas y destruyeron siglos de sofisticadas culturas.

En muchos momentos de la historia, desde las llamadas independencias de los países americanos hasta la liberación de los esclavos, con frecuencia la única salida fue el uso de la violencia.  Queda por averiguar si este recurso es siempre efectivo o, en ocasiones, sólo agrava el problema inicial.

Yo sospecho que existe en la historia un coeficiente de progresión crítica que depende de las posibilidades materiales — técnicas y económicas — del momento y de la madurez mental, moral y cultural de los pueblos.  Un estado ideal del humanismo, según se ha desarrollado desde el siglo XV, debería ser un estado social perfectamente anárquico.  No obstante, pretender eliminar la fuerza y la misma violencia del Estado sin haber alcanzado el desarrollo técnico y moral suficiente, no nos haría avanzar hacia esa utopía sino lo contrario; retrocederíamos algunos siglos.  Tanto un avance revolucionario que pretenda sobrepasar ese parámetro de progresión crítica como una reacción conservadora, nos conducen a la frustración histórica de la humanidad en su conjunto.

Me temo que hay ejemplos recientes en América Latina donde, incluso, el opresor organizaba la violencia del oprimido para legitimar y conservar sus privilegios de opresor.  Este refinamiento de las técnicas de dominación tiene una razón de ser.  En un punto de la historia donde la población cuenta, no sólo en los sistemas de democracia representativa sino, incluso, en algunas dictaduras, la construcción de la opinión pública es una pieza clave, la más importante, en la estrategia de las elites dominantes.  No por casualidad la mal llamada universalización del voto en el siglo XIX fue una forma de mantener el statu quo: con una escasa instrucción, la población era fácil de manipular, especialmente fácil cuando creía que los caudillos eran elegidos por ellos y no por un discurso previamente construido por la oligarquía, discurso que incluía ideoléxicos como patria, honor, orden y libertad.

For some reason, the phrase “violence begets violence” was popularized the world over at the same time that its implicit meaning was kept restricted to the violence of the oppressed.  That is to say, the master’s violence over the slave is invisible in a state of slavery, just as in a state of oppression the force that sustains it uses every (ideological) means in order not to lose this category of invisibility or — in case of exposure — of naturalness.

Within that invisible or natural frame, the Cuban slave Juan Manzano referred nostalgically to his first masters: “There I had the same Madam Joaquina who treated me like a child.  She would dress me, groom me, and take care that I not come in contact with the other little black boys at the same table, since in the time of Marchioness Justis I was given my plate at the feet of my lady the Marchioness.”  Then the bad times came, when the young Juan was punished by imprisonment, hunger, and torture.  Once the punishment was finished, he ate “to excess,” and for this sin he was punished again.  “Not a few times have I suffered vigorous whippings by the hand of a black man,” he recalled in his Autobiography of a Slave (1839), which proves the perfection of oppression even in a primitive state of production and education.

This type of slavery was abolished in the written laws of almost all of Latin America in the early 19th century.  But slavery of the same kind was continued in practice until the 20th century.  The Ecuadorian Juan Montalvo warned that “the Indians are free by law, but how can one deny it?  They are slaves by abuse and custom.”  And then: “they beat the Indian so he will remember and return for another beating.  And the Indian returns, because that is his condition.  When he is whipped, trembling on the ground, he gets up thanking his tormenter: ‘Diu su lu pagui, amu’ [God bless you, Master]. . . .  Races oppressed and reviled for three hundred years need eight hundred more to return to themselves.”

For his part, the Bolivian Alcides Arguedas, in Pueblo enfermo (A Sick People, 1909), recognized that the landed elite of his country refused to develop the freight train because the Indians carried their harvests from one region to another for free and, as if that were not enough, the honesty of the Indians made them incapable of stealing someone else’s oxen.  This example alone would be enough to demonstrate that the ideologies of the dominant classes insinuate themselves into the morality of the oppressed (just as the fact that an illiterate might handle complex grammatical rules demonstrates the existence of an unconscious knowledge).  Another Arguedas, the Peruvian José María Arguedas, left us a living portrait of this culture of the Indian-servant, the unwaged freed slave, in Los ríos profundos (Deep Rivers, 1958).

According to the Bolivian Alcides Arguedas, the soldiers would take the Indians by the hair and drag them off under threat of the saber to clean their barracks or steal their sheep in order to maintain army troops as they passed through.  So that it be clear to us that oppression makes use of all possible institutions, in the same book we read a citation from the period which informed, with reference to one of those condemned by history, that “the ox and his seven year old son are impounded by the priest due to the rights of the burial of his wife.”  And further along: “Exasperated, dispirited, physically and morally spent, incapable of attempting the violent assertion of its rights, the indigenous race has given itself over to alcoholism in alarming fashion. . . . The Indian is never seen laughing except when he is inebriated. . . .  His soul is a repository of rancor accumulated from long ago, since the moment when, the flower of the race imprisoned, against its will, in the depth of the mines, he rapidly withered, without provoking mercy in anyone. . . .  Today, ignorant, degraded, miserable, he is the object of general exploitation and general antipathy.”  Until one day he explodes: “listening to his soul replete with hatreds, he vents his passions and robs, kills, murders with atrocious brutality.”  And since violence cannot occur with impunity, “the soldiers go out well munitioned; they shoot down as many as they can; they rob, rape, spread fear and terror wherever they go.”  In this culture of oppression, the woman can be no better: “rough and awkward, she feels loved when beaten by the male; otherwise, for her a man has no value.”

A year later, in various articles appearing in daily newspapers of La Paz and collected in the book Creación de la pedagogía nacional (Creation of National Pedagogy), Franz Tamayo responds to some of Arguedas’ conclusions and confirms others: “work, justice, glory, it is all lies, it is all lies in Bolivia; everyone lies, except the one who does not speak, the one who works and is silent: the Indian.”  Then: “Even whites of a certain category spoke of a divine curse, and the priests of small towns and villages spread rumors among their ignorant Indian parishioners of God’s anger at the fallen race and his desire to make it disappear due to its lack of obedience, submissiveness, and obsequiousness” (1910).  Needless to say, instead of Bolivia we could write the name of any other Latin American country, and we would not do violence to the truth of the statement.

The master is visualized as a pure and generous being when he concedes an unusual benefit to the slave, as if he possessed a divine power to administer the rights of another.  Perhaps we might accept a certain kindness of the oppressor if we were to consider a particular context.  The point is that we do not demand of the old feudal subjects that they think like us; we demand from ourselves that we not think like the old feudal subjects, as if there existed no historical experience in between.

From a humanistic point of view, the violence of the slave is always engendered by the violence of the master and not the other way around.  But when we impose the idea that the violence of the slave engenders more violence, we are equating what is not equal in order to maintain an order that, in fact and in its discourse, denies the very notion of human equality.

For this reason, just as during the mid-20th century reactionaries of all kinds associated, strategically, racial integration with communism in order to justify apartheid as a social system, today also they associate humanist principles with a specific left politics.  Conservatives cannot comprehend that part of their personal responsibility, so often invoked, is to think globally and collectively.  Otherwise, personal responsibility is just selfishness, which is to say, moral irresponsibility.

If as recently as 1972 René Dubos coined the famous phrase, “Think Globally, Act Locally,” reactionary thought has always practiced an inverse moral formula: “Think Locally, Act Globally.”  In other words, think provincially about the interests of your own village, your own class, and act like an imperialist who is going to save civilization, as if you were the armed hand of God.

If the masters insist so much on the benefits of competition, why do they demand so much cooperation from the slaves?  Because one needs something more than all the weapons in the world in order to force an entire people into submission: it is the demoralization of the oppressed, the ideology of the master, the fear of the slave, and the collaboration of the rest of the people that functions as the fulcrum for the lever of oppression.  Otherwise, one could not comprehend how a few thousand Spanish adventurers conquered, dominated millions of Incas and Aztecs, and destroyed centuries-old sophisticated cultures.

In many moments of history, from the so-called independence of the American countries to the liberation of the slaves, frequently the only solution was the use of violence.  It remains to be determined whether this resource is always effective or, on occasion, only aggravates the initial problem.

I suspect that there exists historically a coefficient of critical progression that depends on the material possibilities of the moment — technical and economic — and on the mental, moral, and cultural maturity of a people.  An ideal state for humanism, in accordance with its development since the 15th century, should be a perfectly anarchic social state.  Nevertheless, pretending to eliminate the force and violence of the state without having achieved the requisite technical and moral development would not make us advance toward that utopia but rather the opposite: we would be set back several centuries.  Both a revolutionary advance that aims to bypass that parameter of critical progression and a conservative reaction lead us to the historical frustration of humanity as a whole.

I am afraid that there are recent examples in Latin America where the oppressor even organized the violence of the oppressed in order to legitimate and conserve the oppressor’s privileges.  This refinement of the techniques of domination has a purpose.  At a point in history when the population counts, not only in systems of representative democracy but, even, in some dictatorships, the construction of public opinion is the key, it is the most important, in the strategy of the dominant elites.  Not by accident was the poorly-named universalization of the vote in the 19th century a way of maintaining the status quo: with scarce instruction, the population was easy to manipulate, especially easy when it believed that the caudillos were elected by them and not by a previously constructed discourse of the oligarchy, a discourse that included ideological words like fatherland, honor, order, and freedom.


Jorge Majfud was born in Tacuarembó, Uruguay in 1969.  From an early age he read and wrote fictions, but he chose to major in architecture and graduated from the Universidad de la República in Montevideo, Uruguay in 1996.  He taught mathematics and art at the Universidad Hispanoamericana de Costa Rica and Escuela Técnica del Uruguay.  He currently teaches Latin American literature at the University of Georgia.  He has traveled to more than forty countries, whose impressions have become part of his novels and essays.  His publications include Hacia qué patrias del silencio (memorias de un desaparecido) [novel] (Montevideo, Uruguay: Editorial Graffiti, 1996; Tenerife, Spain: Baile del Sol, 2001); Crítica de la pasión pura [essays] (Montevideo: Editorial Graffiti, 1998; Fairfax, Virginia: HCR, 1999; Buenos Aires, Argentina: Editorial Argenta, 2000); and La reina de América [novel] (Tenerife: Baile del Sol, 2002).  He contributed to Entre Siglos-Entre Séculos: Autores Latinoamericanos a Fin de siglo, edited by Pilar Ediçoes (Brasilia) and Bianchi Editores (Montevideo) in 1999.  His stories and articles have been published in various newspapers, magazines, and readers, such as El País and La República of Montevideo, Rebelión, and Hispanic Culture Review of George Mason University.  He is the founder and editor of the magazine SigloXXI — reflexiones sobre nuestro tiempo.  He is a regular contributor to Bitácora, the weekly publication of La República.  Translation by Bruce Campbell.