Occidente aparece, de pronto, desprovisto de sus mejores virtudes, construidas siglo sobre siglo, ocupado ahora en reproducir sus propios defectos y en copiar los defectos ajenos, como lo son el autoritarismo y la persecución preventiva de inocentes. Virtudes como la tolerancia y la autocrítica nunca formaron parte de su debilidad, como se pretende ahora, sino todo lo contrario: por ellos fue posible algún tipo de progreso, ético y material. La mayor esperanza y el mayor peligro para Occidente están en su propio corazón. Quienes no tenemos “Rabia” ni “Orgullo” por ninguna raza ni por ninguna cultura sentimos nostalgia por los tiempos idos, que nunca fueron buenos pero tampoco tan malos.
Actualmente, algunas celebridades del pasado siglo XX, demostrando una irreversible decadencia senil, se han dedicado a divulgar la famosa ideología sobre el “choque de civilizaciones” — que ya era vulgar por sí sola — empezando sus razonamientos por las conclusiones, al mejor estilo de la teología clásica. Como lo es la afirmación, apriorística y decimonónica, de que “la cultura Occidental es superior a todas las demás”. Y que, como si fuese poco, es una obligación moral repetirlo. Desde esa Superioridad Occidental, la famosísima periodista italiana Oriana Fallaci escribió brillanteces tales como: “Si en algunos países las mujeres son tan estúpidas que aceptan el chador e incluso el velo con rejilla a la altura de los ojos, peor para ellas. (. . .) Y si sus maridos son tan bobos como para no beber vino ni cerveza, ídem.” Caramba, esto sí que es rigor intelectual. “¡Qué asco! — siguió escribiendo, primero en el Corriere della Sera y después en su best seller “La rabia y el orgullo”, refiriéndose a los africanos que habían orinado en una plaza de Italia — ¡Tienen la meada larga estos hijos de Alá! Raza de hipócritas.” “Aunque fuesen absolutamente inocentes, aunque entre ellos no haya ninguno que quiera destruir la Torre de Pisa o la Torre de Giotto, ninguno que quiera obligarme a llevar el chador, ninguno que quiera quemarme en la hoguera de una nueva Inquisición, su presencia me alarma. Me produce desazón”. Resumiendo: aunque esos negros fuesen absolutamente inocentes, su presencia le produce igual desazón. Para Fallaci, esto no es racismo, es “rabia fría, lúcida y racional”. Y, por si fuera poco, una observación genial para referirse a los inmigrantes en general: “Además, hay otra cosa que no entiendo. Si realmente son tan pobres, ¿quién les da el dinero para el viaje en los aviones o en los barcos que los traen a Italia? ¿No se los estará pagando, al menos en parte, Osama bin Laden?” Pobre Galileo, pobre Camus, pobre Simone de Beauvoir, pobre Michel Foucault. De paso, recordemos que, aunque esta señora escribe sin entender — lo dijo ella –, estas palabras pasaron a un libro que lleva vendidos medio millón de ejemplares, al que no le faltan razones ni lugares comunes, como el “yo soy atea, gracias a Dios”. Ni curiosidades históricas de este estilo: “¿cómo se come eso con la poligamia y con el principio de que las mujeres no deben hacerse fotografías. Porque también esto está en el Corán”, lo que significa que en el siglo VII los árabes estaban muy avanzados en óptica. Ni su repetida dosis de humor, como pueden ser estos argumentos de peso: “Y, además, admitámoslo: nuestras catedrales son más bellas que las mezquitas y las sinagogas, ¿sí o no? Son más bellas también que las iglesias protestantes”. Como dice Atilio, tiene el Brillo de Brigitte Bardot. Faltaba que nos enredemos en la discusión sobre qué es más hermoso, si la torre de Pisa o el Taj-Mahal. Y de nuevo la tolerancia europea: “Te estoy diciendo que, precisamente porque está definida desde hace muchos siglos y es muy precisa, nuestra identidad cultural no puede soportar una oleada migratoria compuesta por personas que, de una u otra forma, quieren cambiar nuestro sistema de vida. Nuestros valores. Te estoy diciendo que entre nosotros no hay cabida para los muecines, para los minaretes, para los falsos abstemios, para su jodido medievo, para su jodido chador. Y si lo hubiese, no se lo daría”. Para finalmente terminar con una advertencia a su editor: “Te advierto: no me pidas nada nunca más. Y mucho menos que participe en polémicas vanas. Lo que tenía que decir lo dije. Me lo han ordenado la rabia y el orgullo”. Lo cual ya nos había quedado claro desde el comienzo y, de paso, nos niega uno de los fundamentos de la democracia y de la tolerancia, desde la Gracia antigua: la polémica y el derecho a réplica — la competencia de argumentos en lugar de los insultos. Pero como yo no poseo un nombre tan famoso como el de Fallaci — ganado con justicia, no tenemos por qué dudarlo –, no puedo conformarme con insultar. Como soy nativo de un país subdesarrollado y ni siquiera soy famoso como Maradona, no tengo más remedio que recurrir a la antigua costumbre de usar argumentos. Veamos. Sólo la expresión “cultura occidental” es tan equívoca como puede serlo la de “cultura oriental” o la de “cultura islámica”, porque cada una de ellas está conformada por un conjunto diverso y muchas veces contradictorio de otras “culturas”. Basta con pensar que dentro de “cultura occidental” no sólo caben países tan distintos como Cuba y Estados Unidos, sino irreconciliables períodos históricos dentro de una misma región geográfica como puede serlo la pequeña Europa o la aún más pequeña Alemania, donde pisaron Goethe y Adolf Hitler, Bach y los skin heads. Por otra parte, no olvidemos que también Hitler y el Ku-Klux-Klan (en nombre de Cristo y de la Raza Blanca), que Stalin (en nombre de la Razón y del ateísmo), que Pinochet (en nombre de la Democracia y de la Libertad) y que Mussolini (en su nombre propio) fueron productos típicos, recientes y representativos de la autoproclamada “cultura occidental”. ¿Qué más occidental que la democracia y los campos de concentración? ¿Qué más occidental que la declaración de los Derechos Humanos y las dictaduras en España y en América Latina, sangrientas y degeneradas hasta los límites de la imaginación? ¿Qué más occidental que el cristianismo, que curó, salvó y asesinó gracias al Santo Oficio? ¿Qué más occidental que las modernas academias militares o los más antiguos monasterios donde se enseñaba, con refinado sadismo, por iniciativa del papa Inocencio IV y basándose en el Derecho Romano, el arte de la tortura? ¿O todo eso lo trajo Marco Polo desde Medio Oriente? ¿Qué más occidental que la bomba atómica y los millones de muertos y desaparecidos bajo los regímenes fascistas, comunistas e, incluso, “democráticos”? ¿Qué más occidental que las invasiones militares y la supresión de pueblos enteros bajo los llamados “bombardeos preventivos”? Todo esto es la parte oscura de Occidente y nada nos garantiza que estemos a salvo de cualquiera de ellas, sólo porque no logramos entendernos con nuestros vecinos, los cuales han estado ahí desde hace más de 1400 años, con la única diferencia que ahora el mundo se ha globalizado (lo ha globalizado Occidente) y ellos poseen la principal fuente de energía que mueve la economía del mundo — al menos por el momento — además del mismo odio y el mismo rencor de Oriana Fallaci. No olvidemos que la Inquisición española, más estatal que las otras, se originó por un sentimiento hostil contra moros y judíos y no terminó con el Progreso y la Salvación de España sino con la quema de miles de seres humanos. Sin embargo, Occidente también representa la Democracia, la Libertad, los Derechos Humanos y la lucha por los derechos de la mujer. Por lo menos el intento de lograrlos y lo más que la humanidad ha logrado hasta ahora. ¿Y cuál ha sido desde siempre la base de esos cuatro pilares, sino la tolerancia? Fallaci quiere hacernos creer que “cultura occidental” es un producto único y puro, sin participación del otro. Pero si algo caracteriza a Occidente, precisamente, ha sido todo lo contrario: somos el resultado de incontables culturas, comenzando por la cultura hebrea (por no hablar de Amenofis IV) y siguiendo por casi todas las demás: por los caldeos, por los griegos, por los chinos, por los hindúes, por los africanos del sur, por los africanos del norte y por el resto de las culturas que hoy son uniformemente calificadas de “islámicas”. Hasta hace poco, no hubiese sido necesario recordar que, cuando en Europa — en toda Europa — la Iglesia cristiana, en nombre del Amor perseguía, torturaba y quemaba vivos a quienes discrepaban con las autoridades eclesiásticas o cometían el pecado de dedicarse a algún tipo de investigación (o simplemente porque eran mujeres solas, es decir, brujas), en el mundo islámico se difundían las artes y las ciencias, no sólo las propias sino también las chinas, las hindúes, las judías y las griegas. Y esto tampoco quiere decir que volaban las mariposas y sonaban los violines por doquier: entre Bagdad y Córdoba la distancia geográfica era, por entonces, casi astronómica. Pero Oriana Fallaci no sólo niega la composición diversa y contradictoria de cualquiera de las culturas en pleito, sino que de hecho se niega a reconocer la parte oriental como una cultura más. “A mí me fastidia hablar incluso de dos culturas”, escribió. Y luego se despacha con una increíble muestra de ignorancia histórica: “Ponerlas sobre el mismo plano, como si fuesen dos realidades paralelas, de igual peso y de igual medida. Porque detrás de nuestra civilización están Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y Fidias, entre otros muchos. Está la antigua Grecia con su Partenón y su descubrimiento de la Democracia. Está la antigua Roma con su grandeza, sus leyes y su concepción de la Ley. Con su escultura, su literatura y su arquitectura. Sus palacios y sus anfiteatros, sus acueductos, sus puentes y sus calzadas”. ¿Será necesario recordarle a Fallaci que entre todo eso y nosotros está el antiguo Imperio Islámico, sin el cual todo se hubiese quemado — hablo de los libros y de las personas, no del Coliseo — por la gracia de siglos de terrorismo eclesiástico, bien europeo y bien occidental? Y de la grandeza de Roma y de su “concepción de la Ley” hablamos otro día, porque aquí sí que hay blanco y negro para recordar. También dejemos de lado la literatura y la arquitectura islámica, que no tienen nada que envidiarle a la Roma de Fallaci, como cualquier persona medianamente culta sabe. A ver, ¿y por último?: “Y por último — escribió Fallaci— está la ciencia. Una ciencia que ha descubierto muchas enfermedades y las cura. Yo sigo viva, por ahora, gracias a nuestra ciencia, no a la de Mahoma. Una ciencia que ha cambiado la faz de este planeta con la electricidad, la radio, el teléfono, la televisión. . . Pues bien, hagamos ahora la pregunta fatal: y detrás de la otra cultura, ¿qué hay?” Respuesta fatal: detrás de nuestra ciencia están los egipcios, los caldeos, los hindúes, los griegos, los chinos, los árabes, los judíos y los africanos. ¿O Fallaci cree que todo surgió por generación espontánea en los últimos cincuenta años? Habría que recordarle a esta señora que Pitágoras tomó su filosofía de Egipto y de Caldea (Irak) — incluida su famosa fórmula matemática, que no sólo usamos en arquitectura sino también en la demostración de la Teoría Especial de la Relatividad de Einstein — , igual que hizo otro sabio y matemático llamado Tales de Mileto. Ambos viajaron por Medio Oriente con la mente más abierta que Fallaci cuando lo hizo. El método hipotético-deductivo — base de la epistemología científica— se originó entre los sacerdotes egipcios (empezar con Klimovsky, por favor); el cero y la extracción de raíces cuadradas, así como innumerables descubrimientos matemáticos y astronómicos, que hoy enseñamos en los liceos, nacen en India y en Irak; el alfabeto lo inventaron los fenicios (antiguos linbaneses) y probablemente la primera forma de globalización que conoció el mundo. El cero no fue un invento de los árabes, sino de los hindúes, pero fueron aquellos que lo traficaron a Occidente. Por si fuera poco, el avanzado Imperio Romano no sólo desconocía el cero — sin el cual no sería posible imaginar las matemáticas modernas y los viajes espaciales — sino que poseía un sistema de conteo y cálculo engorroso que perduró hasta fines de la Edad Media. Hasta comienzos del Renacimiento, todavía habían hombres de negocios que usaban el sistema romano, negándose a cambiarlo por los números árabes, por prejuicios raciales y religiosos, lo que provocaba todo tipo de errores de cálculo y litigios sociales. Por otra parte, mejor ni mencionemos que el nacimiento de la Era Moderna se originó en el contacto de la cultura europea –después de largos siglos de represión religiosa — con la cultura islámica primero y con la griega después. ¿O alguien pensó que la racionalidad escolástica fue consecuencia de las torturas que se practicaban en las santas mazmorras? A principios del siglo XII, el inglés Adelardo de Bath emprendió un extenso viaje de estudios por el sur de Europa, Siria y Palestina. Al regresar de su viaje, Adelardo introdujo en la subdesarrollada Inglaterra un paradigma que aún hoy es sostenido por famosos científicos como Stephen Hawking: Dios había creado la Naturaleza de forma que podía ser estudiada y explicada sin Su intervención. (He aquí el otro pilar de las ciencias, negado históricamente por la Iglesia romana). Incluso, Adelardo reprochó a los pensadores de su época por haberse dejado encandilar por el prestigio de las autoridades — comenzando por el griego Aristóteles, está claro. Por ellos esgrimió la consigna “razón contra autoridad”, y se hizo llamar a sí mismo “modernus”. “Yo he aprendido de mis maestros árabes a tomar la razón como guía –escribió –, pero ustedes sólo se rigen por lo que dice la autoridad”. Un compatriota de Fallaci, Gerardo de Cremona, introdujo en Europa los escritos del astrónomo y matemático “iraquí”, Al-Jwarizmi, inventor del álgebra, de los algoritmos, del cálculo arábigo y decimal; tradujo a Ptolomeo del árabe — ya que hasta la teoría astronómica de un griego oficial como éste no se encontraba en la Europa cristiana –, decenas de tratados médicos, como los de Ibn Sina y iraní al-Razi, autor del primer tratado científico sobre la viruela y el sarampión, por lo que hoy hubiese sido objeto de algún tipo de persecución. Podríamos seguir enumerando ejemplos como éstos, que la periodista italiana ignora, pero de ello ya nos ocupamos en un libro y ahora no es lo que más importa. Lo que hoy está en juego no es sólo proteger a Occidente contra los terroristas, de aquí y de allá, sino — y quizá sobre todo — es crucial protegerlo de sí mismo. Bastaría con reproducir cualquiera de sus monstruosos inventos para perder todo lo que se ha logrado hasta ahora en materia de respeto por los Derechos Humanos. Empezando por el respeto a la diversidad. Y es altamente probable que ello ocurra en diez años más, si no reaccionamos a tiempo. La semilla está ahí y sólo hace falta echarle un poco de agua. He escuchado decenas de veces la siguiente expresión: “lo único bueno que hizo Hitler fue matar a todos esos judíos”. Ni más ni menos. Y no lo he escuchado de boca de ningún musulmán — tal vez porque vivo en un país donde prácticamente no existen — ni siquiera de algún descendiente de árabes. Lo he escuchado de neutrales criollos o de descendientes de europeos. En todas estas ocasiones me bastó razonar lo siguiente, para enmudecer a mi ocasional interlocutor: “¿Cuál es su apellido? Gutiérrez, Pauletti, Wilson, Marceau. . . Entonces, señor, usted no es alemán y mucho menos de pura raza aria. Lo que quiere decir que mucho antes que Hitler hubiese terminado con los judíos hubiese comenzado por matar a sus abuelos y a todos los que tuviesen un perfil y un color de piel parecido al suyo”. Este mismo riesgo estamos corriendo ahora: si nos dedicamos a perseguir árabes o musulmanes no sólo estaremos demostrando que no hemos aprendido nada, sino que, además, pronto terminaremos por perseguir a sus semejantes: beduinos, africanos del norte, gitanos, españoles del sur, judíos de España, judíos latinoamericanos, americanos del centro, mexicanos del sur, mormones del norte, hawaianos, chinos, hindúes, and so on. No hace mucho otro italiano, Umberto Eco, resumió así una sabia advertencia: “Somos una civilización plural porque permitimos que en nuestros países se erijan mezquitas, y no podemos renunciar a ellos sólo porque en Kabul metan en la cárcel a los propagandistas cristianos (. . .) Creemos que nuestra cultura es madura porque sabe tolerar la diversidad, y son bárbaros los miembros de nuestra cultura que no la toleran”. Como decían Freud y Jung, aquello que nadie desearía cometer nunca es objeto de una prohibición; y como dijo Baudrillard, se establecen derechos cuando se los han perdido. Los terroristas islámicos han obtenido lo que querían, doblemente. Occidente parece, de pronto, desprovisto de sus mejores virtudes, construidas siglo sobre siglo, ocupado ahora en reproducir sus propios defectos y en copiar los defectos ajenos, como lo son el autoritarismo y la persecución preventiva de inocentes. Tanto tiempo imponiendo su cultura en otras regiones del planeta, para dejarse ahora imponer una moral que en sus mejores momentos no fue la suya. Virtudes como la tolerancia y la autocrítica nunca formaron parte de su debilidad, como se pretende, sino todo lo contrario: por ellos fue posible algún tipo de progreso, ético y material. La Democracia y la Ciencia nunca se desarrollaron a partir del culto narcisita a la cultura propia sino de la oposición crítica a partir de la misma. Y en esto, hasta hace poco tiempo, estuvieron ocupados no sólo los “intelectuales malditos” sino muchos grupos de acción y resistencia social, como lo fueron los burgueses en el siglo XVIII, los sindicatos en el siglo XX, el periodismo inquisidor hasta ayer, sustituido hoy por la propaganda, en estos miserables tiempos nuestros. Incluso la pronta destrucción de la privacidad es otro síntoma de esa colonización moral. Sólo que en lugar del control religioso seremos controlados por la Seguridad Militar. El Gran Hermano que todo lo escucha y todo lo ve terminará por imponernos máscaras semejantes a las que vemos en Oriente, con el único objetivo de no ser reconocidos cuando caminamos por la calle o cuando hacemos el amor. La lucha no es — ni debe ser — entre orientales y occidentales; la lucha es entre la intolerancia y la imposición, entre la diversidad y la uniformización, entre el respeto por el otro y su desprecio o aniquilación. Escritos como “La rabia y el orgullo” de Oriana Fallaci no son una defensa a la cultura occidental sino un ataque artero, un panfleto insultante contra lo mejor de Occidente. La prueba está en que bastaría con cambiar allí la palabra Oriente por Occidente, y alguna que otra localización geográfica, para reconocer a un fanático talibán. Quienes no tenemos Rabia ni Orgullo por ninguna raza ni por ninguna cultura, sentimos nostalgia por los tiempos idos, que nunca fueron buenos pero tampoco tan malos. Hace unos años estuve en Estados Unidos y allí vi un hermoso mural en el edificio de las Naciones Unidas de Nueva York, si mal no recuerdo, donde aparecían representados hombres y mujeres de distintas razas y religiones — creo que la composición estaba basada en una pirámide un poco arbitraria, pero esto ahora no viene al caso. Más abajo, con letras doradas, se leía un mandamiento que lo enseñó Confucio en China y lo repitieron durante milenios hombres y mujeres de todo Oriente, hasta llegar a constituirse en un principio occidental: “Do unto others as you would have them do unto you.” En inglés suena musical, y hasta los que no saben ese idioma presienten que se refiere a cierta reciprocidad entre uno y los otros. No entiendo por qué habríamos de tachar este mandamiento de nuestras paredes, fundamento de cualquier democracia y de cualquier estado de derecho, fundamento de los mejores sueños de Occidente, sólo porque los otros lo han olvidado de repente. O la han cambiado por un antiguo principio bíblico que ya Cristo se encargó de abolir: “ojo por ojo y diente por diente”. Lo que en la actualidad se traduce en una inversión de la máxima confuciana, en algo así como: hazle a los otros todo lo que ellos te han hecho a ti — la conocida historia sin fin. |
The West appears, suddenly, devoid of its greatest virtues, constructed century after century, preoccupied now only with reproducing its own defects and copying the defects of others, such as authoritarianism and the preemptive persecution of innocents. Virtues like tolerance and self-criticism have never been a weakness, as some now pretend, but quite the opposite: it was because of them that any sort of progress, both ethical and material, was possible. Both the greatest hope and the greatest danger for the West can be found in its own heart. Those of us who hold neither “Rage” nor “Pride” for any race or culture feel nostalgia for times gone by, times that were never especially good, but were not so bad either.
Currently, some celebrities from back in the 20th century, demonstrating an irreversible decline into senility, have taken to vulgarizing and propagating the famous ideology of the “clash of civilizations” — which was already plenty vulgar all by itself — basing their reasoning on their own conclusions, in the best style of classical theology. Such is the a priori and 19th-century assertion that “Western culture is superior to all others.” And, if that were not enough, that it is a moral obligation to repeat it. From this perspective of Western Superiority, the very famous Italian journalist Oriana Fallaci wrote brilliant observations such as the following: “If in some countries the women are so stupid as to accept the chador and even the veil, so much the worse for them. (. . .) And if their husbands are so idiotic as to not drink wine or beer, idem.” Wow, that is what I call intellectual rigor. “How disgusting!” — she continued writing, first in the Corriere della Sera and later in her best seller The Rage and the Pride (Rizzoli International, 2002), referring to the Africans who had urinated in a plaza in Italy — “They piss for a long time, these sons of Allah! A race of hypocrites.” “Even if they were absolutely innocent, even if there were not one among them who wished to destroy the Tower of Pisa or the Tower of Giotto, nobody who wished to make me wear the chador, nobody who wished to burn me on the bonfires of a new Inquisition, their presence alarms me. It makes me uneasy.” Summing up: even if these blacks were completely innocent, their presence makes her uneasy anyway. For Fallaci, this is not racism, it is “cold, lucid, rational rage.” And, if that were not enough, she offers another ingenious observation with reference to immigrants in general: “And besides, there is something else I don’t understand. If they are really so poor, who gives them the money for the trip on the planes or boats that bring them to Italy? Might Osama bin Laden be paying their way, at least in part?” Poor Galileo, poor Camus, poor Simone de Beauvoir, poor Michel Foucault. Incidentally, we should remember that, even though the lady writes without understanding — she said it herself — these words ended up in a book that has sold a half million copies, a book with no shortage of reasoning and common sense, as when she asserts “I am an atheist, thank God.” Nor does it lack in historical curiosities like the following: “How does one accept polygamy and the principle that women should not allow photographs to be taken of them? Because this is also in the Q’uran,” which means that in the 7th century Arabs were extremely advanced in the area of optics. Nor is the book lacking in repeated doses of humor, what with these weighty arguments: “And, besides, let’s admit it: our cathedrals are more beautiful than the mosques and synagogues, yes or no? Protestant churches are also more beautiful.” As Atilio says, she has the Brilliance of Brigitte Bardot. As if what we really needed was to get wrapped up in a discussion of which is more beautiful, the Tower of Pisa or the Taj Mahal. And once again that European tolerance: “I am telling you that, precisely because it has been well defined for centuries, our cultural identity cannot support a wave of immigration composed of people who, in one form or another, want to change our way of life. Our values. I am telling you that among us there is no room for muezzins, for minarets, for false abstinence, for their screwed-up medieval ways, for their damned chador. And if there were, I would not give it to them.” And finally, concluding with a warning to her editor: “I warn you: do not ask me for anything else ever again. Least of all that I participate in vain polemics. What I needed to say I have said. My rage and pride have demanded it of me.” Something which had already been clear to us from the beginning and, as it happens, denies us one of the basic elements of both democracy and tolerance, dating to ancient Greece: polemics and the right to respond — the competition of arguments instead of insults. But I do not possess a name as famous as Fallaci — a fame well-deserved, we have no reason to doubt — and so I cannot settle for insults. Since I am native to an under-developed country and am not even as famous as Maradona, I have no other choice than to take recourse to the ancient custom of using arguments. Let’s see. The very expression “Western culture” is just as mistaken as the terms “Eastern culture” or “Islamic culture,” because each one of them is made up of a diverse and often contradictory collection of other “cultures.” One need only think of the fact that within “Western culture” one can fit not only countries as different as the United States and Cuba, but also irreconcilable historical periods within the same geographic region, such as tiny Europe and the even tinier Germany, where Goethe and Adolf Hitler, Bach and the skinheads, have all walked the earth. On the other hand, let’s not forget also that Hitler and the Ku Klux Klan (in the name of Christ and the White Race), Stalin (in the name of Reason and atheism), Pinochet (in the name of Democracy and Liberty), and Mussolini (in his own name), were typical recent products and representatives of the self-proclaimed “Western culture.” What is more Western than democracy and concentration camps? What could be more Western that the Universal Declaration of Human Rights and the dictatorships in Spain and Latin America, bloody and degenerate beyond the imagination? What is more Western than Christianity, which cured, saved, and assassinated thanks to the Holy Office? What is more Western than the modern military academies or the ancient monasteries where the art of torture was taught, with the most refined sadism, and by the initiative of Pope Innocent IV and based on Roman Law? Or did Marco Polo bring all of that back from the Middle East? What could be more Western than the atomic bomb and the millions of dead and disappeared under the fascist, communist, and, even, “democratic” regimes? What more Western than the military invasions and suppression of entire peoples under the so-called “preemptive bombings”? All of this is the dark side of the West and there is no guarantee that we have escaped any of it, simply because we haven’t been able to communicate with our neighbors, who have been there for more than 1,400 years, with the only difference that now the world has been globalized (the West has globalized it) and the neighbors possess the main source of energy that moves the world’s economy — at least for the moment — in addition to the same hatred and the same rancor as Oriana Fallaci. Let’s not forget that the Spanish Inquisition, more of a state-run affair than the others, originated from a hostility to the Moors and Jews and did not end with the Progress and Salvation of Spain but with the burning of thousands of human beings. Nevertheless, the West also represents Democracy, Freedom, Human Rights and the struggle for women’s rights. At least the effort to attain them, and the most that humanity has achieved so far. And what has always been the basis of those four pillars, if not tolerance? Fallaci would have us believe that “Western culture” is a unique and pure product, without the Other’s participation. But if anything characterizes the West, it has been precisely the opposite: we are the result of countless cultures, beginning with the Hebrew culture (to say nothing of Amenophis IV) and continuing through almost all the rest: through the Caldeans, the Greeks, the Chinese, the Hindus, the southern Africans, the northern Africans, and the rest of the cultures that today are uniformly described as “Islamic.” Until recently, it would not have been necessary to remember that, while in Europe — in all of Europe — the Christian Church, in the name of Love, was persecuting, torturing, and burning alive those who disagreed with the ecclesiastical authorities or committed the sin of engaging in some kind of research (or simply because they were single women, which is to say, witches), in the Islamic world the arts and sciences were being promoted, and not only those of the Islamic region but of the Chinese, Hindus, Jews and Greeks. And nor does this mean that butterflies flew and violins played everywhere: between Baghdad and Córdoba the geographical distance was, at the time, almost astronomical. But Oriana Fallaci not only denies the diverse and contradictory composition of any of the cultures in conflict, but also, in fact, refuses to acknowledge the Eastern counterpart as a culture at all. “It bothers me even to speak of two cultures,” she writes. And then she dispatches the matter with an incredible display of historical ignorance: “Placing them on the same level, as if they were parallel realities, of equal weight and equal measure. Because behind our civilization are Homer, Socrates, Plato, Aristotle and Phidias, among many others. There is ancient Greece with its Parthenon and its discovery of Democracy. There is ancient Rome with its grandeur, its laws, and its conception of the Law. With its sculpture, its literature, and its architecture. Its palaces and its amphitheaters, its aqueducts, its bridges, and its roads.” Is it really necessary to remind Fallaci that among all of that and all of us one finds the ancient Islamic Empire, without which everything would have burned — I am talking about the books and the people, not the Coliseum — thanks to centuries of ecclesiastical terrorism, quite European and quite Western? And with regard to the grandeur of Rome and “its conception of the Law” we will talk another day, because here there is indeed some black and white worth remembering. Let’s also set aside for the moment Islamic literature and architecture, which have nothing to envy in Fallaci’s Rome, as any half-way educated person knows. Let’s see, and lastly? “Lastly — writes Fallaci — there is science. A science that has discovered many illnesses and cures them. I am alive today, for the time being, thanks to our science, not Mohammed’s. A science that has changed the face of this planet with electricity, the radio, the telephone, the television. . . . Well then, let us ask now the fatal question: and behind the other culture, what is there?” The fatal answer: behind our science one finds the Egyptians, the Caldeans, the Hindus, the Greeks, the Chinese, the Arabs, the Jews and the Africans. Or does Fallaci believe that everything arose through spontaneous generation in the last fifty years? She needs to be reminded that Pythagoras took his philosophy from Egypt and Caldea (Iraq) — including his famous mathemetical formula, which we use not only in architecture but also in the proof of Einstein’s Special Theory of Relativity — as did that other wise man and mathematician Thales. Both of them travelled through the Middle East with their minds more open than Fallaci’s when she made the trip. The hypothetical-deductive method — the basis for scientific epistemology — originated among Egyptian priests (start with Klimovsky, please), zero and the extraction of square roots, as well as innumerable mathematical and astronomical discoveries, which we teach today in grade school, were born in India and Iraq; the alphabet was invented by the Phoenicians (ancient Lebanese), who were also responsible for the first form of globalization known to the world. The zero was not an invention of the Arabs, but of the Hindus, but it was the former who brought it to the West. By contrast, the advanced Roman Empire not only was unfamiliar with zero — without which it would be impossible to imagine modern mathematics and space travel — but in fact possessed an unwieldy system of counting and calculation that endured until the late Middle Ages. Through to the early Renaissance there were still businessmen who used the Roman system, refusing to exchange it for Arabic numerals, due to racial and religious prejudices, resulting in all kinds of mathematical errors and social disputes. Meanwhile, perhaps it is better to not even mention that the birth of the Modern Era began with European cultural contact — after long centuries of religious repression — first with Islamic culture and then with Greek culture. Or did anyone think that the rationalism of the Scholastics was a consequence of the practice of torture in the holy dungeons? In the early 12th century, the Englishman Adelard of Bath undertook an extensive voyage of study through the south of Europe, Syria, and Palestine. Upon returning from his trip, Adelard introduced into underdeveloped England a paradigm that even today is upheld by famous scientists like Stephen Hawking: God had created Nature in such a way that it could be studied and explained without His intervention. (Behold the other pillar of the sciences, rejected historically by the Roman Church.) Indeed, Adelard reproached the thinkers of his time for having allowed themselves to be enthralled by the prestige of the authorities — beginning with Aristotle, clearly. Because of them he made use of the slogan “reason against authority,” and insisted he be called “modernus.” “I have learned from my Arab teachers to take reason as a guide,” he wrote, “but you only adhere to what authority says.” A compatriot of Fallaci, Gerardo de Cremona, introduced to Europe the writings of the “Iraqi” astronomer and mathematician Al-Jwarizmi, inventor of algebra, of algorithms, of Arabic and decimal calculus; translated Ptolemy from the Arabic — since even the astronomical theory of an official Greek like Ptolemy could not be found in Christian Europe — as well as dozens of medical treatises, like those of Ibn Sina and Iranian al-Razi, author of the first scientific treatise on smallpox and measles, for which today he might have been the object of some kind of persecution. We could continue listing examples such as these, which the Italian journalist ignores, but that would require an entire book and is not the most important thing at the moment. What is at stake today is not only protecting the West against the terrorists, home-grown and foreign, but — perhaps above all — protecting the West from itself. The reproduction of any one of its most monstrous events would be enough to lose everything that has been attained to date with respect to Human Rights. Beginning with respect for diversity. And it is highly probable that such a thing could occur in the next ten years, if we do not react in time. The seed is there and it only requires a little water. I have heard dozens of times the following expression: “the only good thing that Hitler did was kill all those Jews.” Nothing more and nothing less. And I have not heard it from the mouth of any Muslim — perhaps because I live in a country where they practically do not exist — nor even from anyone of Arab descent. I have heard it from neutral creoles and from people of European descent. Each time I hear it I need only respond in the following manner in order to silence my interlocutor: “What is your last name? Gutiérrez, Pauletti, Wilson, Marceau. . . . Then, sir, you are not German, much less a pure Aryan. Which means that long before Hitler would have finished off the Jews he would have started by killing your grandparents and everyone else with a profile and skin color like yours.” We run the same risk today: if we set about persecuting Arabs or Muslims we will not only be proving that we have learned nothing, but we will also wind up persecuting those like them: Bedouins, North Africans, Gypsies, Southern Spaniards, Spanish Jews, Latin American Jews, Central Americans, Southern Mexicans, Northern Mormons, Hawaiians, Chinese, Hindus, and so on. Not long ago another Italian, Umberto Eco, summed up a sage piece of advice thusly: “We are a plural civilization because we permit mosques to be built in our countries, and we cannot renounce them simply because in Kabul they throw Christian propagandists in jail (. . .) We believe that our culture is mature because it knows how to tolerate diversity, and members of our culture who don’t tolerate it are barbarians.” As Freud and Jung used to say, that act which nobody would desire to commit is never the object of a prohibition; and as Baudrillard said, rights are established when they have been lost. The Islamic terrorists have achieved what they wanted, twice over. The West appears, suddenly, devoid of its greatest virtues, constructed century after century, preoccupied now only with reproducing its own defects and with copying the defects of others, such as authoritarianism and the preemptive persecution of innocents. Too busy imposing its culture on the other regions of the planet to allow itself now to impose a morality that even in its better moments was not its own. Virtues like tolerance and self-criticism never represented its weakness, as some would now have it, but quite the opposite: only because of them was any kind of progress possible, whether ethical or material. Democracy and Science never developed out of the narcissistic reverence for its own culture but from critical opposition within it. And in this enterprise were engaged, until recently, not only the “damned intellectuals” but many activist and social resistance groups, like the bourgeoisie in the 18th century, the unions in the 20th century, investigative journalism until a short time ago, now replaced by propaganda in these miserable times of ours. Even the rapid destruction of privacy is another symptom of that moral colonization. Only instead of religious control we will be controlled by Military Security. The Big Brother who hears all and sees all will end up forcing upon us masks similar to those we see in the East, with the sole objective of not being recognized when we walk down the street or when we make love. The struggle is not — nor should it be — between Easterners and Westerners; the struggle is between tolerance and imposition, between diversity and homogenization, between respect for the other and contempt for or annihilation of the other. Writings like Fallaci’s The Rage and the Pride are not a defense of Western culture but a cunning attack, an insulting broadside against the best of what Western culture has to offer. Proof of this is that it would be sufficient to swap the word Eastern for Western, and a geographical locale or two, in order to recognize the position of a Taliban fanatic. Those of us who have neither Rage nor Pride for any particular race or culture are nostalgic for times gone by, which were never especially good or especially bad. A few years ago I was in the United States and I saw there a beautiful mural in the United Nations building in New York, if I remember correctly, where men and women from distinct races and religions were visually represented — I think the composition was based on a somewhat arbitrary pyramid, but that is neither here nor there. Below, with gilded letters, one could read a commandment taught by Confucius in China and repeated for millennia by men and women throughout the East, until it came to constitute a Western principle: “Do unto others as you would have them do unto you.” In English it sounds musical, and even those who do not know the language sense that it refers to a certain reciprocity between oneself and others. I do not understand why we should scratch that commandment from our walls — founding principle for any democracy and for the rule of law, founding principle for the best dreams of the West — simply because others have suddenly forgotten it. Or they have exchanged it for an ancient biblical principle that Christ took it upon himself to abolish: “an eye for an eye and a tooth for a tooth.” Which at present translates as an inversion of the Confucian maxim, something like: do unto others everything that they have done to you — the well-known, endless story. |
Jorge Majfud was born in Tacuarembó, Uruguay in 1969. From an early age he read and wrote fictions, but he chose to major in architecture and graduated from the Universidad de la República in Montevideo, Uruguay in 1996. He taught mathematics and art at the Universidad Hispanoamericana de Costa Rica and Escuela Técnica del Uruguay. He currently teaches Latin American literature at the University of Georgia. He has traveled to more than forty countries, whose impressions have become part of his novels and essays. His publications include Hacia qué patrias del silencio (memorias de un desaparecido) [novel] (Montevideo, Uruguay: Editorial Graffiti, 1996; Tenerife, Spain: Baile del Sol, 2001); Crítica de la pasión pura [essays] (Montevideo: Editorial Graffiti, 1998; Fairfax, Virginia: HCR, 1999; Buenos Aires, Argentina: Editorial Argenta, 2000); and La reina de América [novel] (Tenerife: Baile del Sol, 2002). He contributed to Entre Siglos-Entre Séculos: Autores Latinoamericanos a Fin de siglo, edited by Pilar Ediçoes (Brasilia) and Bianchi Editores (Montevideo) in 1999. His stories and articles have been published in various newspapers, magazines, and readers, such as El País and La República of Montevideo, Rebelión, and Hispanic Culture Review of George Mason University. He is the founder and editor of the magazine SigloXXI — reflexiones sobre nuestro tiempo. He is a regular contributor to Bitácora, the weekly publication of La República. Translation by Bruce Campbell. This essay was originally publish in La República, Montevideo, 8 January 2003, before Oriana Fallaci’s death.