Hace diez años, en contradicción con la ola posmodernista, desarrollamos en Crítica de la pasión pura la idea de la moral como una forma de consciencia colectiva. De la misma forma que un cardumen o un enjambre actúa y se desarrolla como un solo cuerpo, de la misma forma que James Lovelock entendía Gaia — el planeta Tierra — como un solo cuerpo vivo, también podíamos entender a la Humanidad como una consciencia en desarrollo, con unos valores básicos y comunes que trascienden las diferencias culturales.
Estos valores se basan, abrumadoramente, en la renuncia del individuo a favor del grupo, en la conciencia superadora del más primitivo precepto de la sobrevivencia del más apto, como simples individuos en competencia. Es así que surge la representación del héroe y de cualquier figura positiva a lo largo de la historia. El problema, la traición, se produce cuando estos valores se convierten en mitos al servicio se clases y de sectas en el poder. Lo peor que le puede ocurrir a la libertad es convertirse en una estatua. Los “conflictos de intereses”, normalmente presentados como naturales, en una perspectiva trascendente significarían sólo una patología. Una cultura que apoye y legitime esta traición a la conciencia de la especie debería ser vista — para usar la misma metáfora — como una fobia autodestructiva de esa conciencia de la especie. Probablemente una forma de democracia radical sea el próximo paso que está por dar la humanidad. ¿Cómo sabremos cuando este paso se esté produciendo? Necesitamos indicios. Un fuerte indicio será cuando la administración de los significados deje de estar en manos de las elites, especialmente de las elites políticas. La democracia representativa representa lo reaccionario de nuestro tiempo. Pero la democracia directa no se dará por ninguna revolución brusca, liderada por individuos, ya que es, por definición, un proceso cultural donde la mayoría comienza a reclamar y compartir el poder social. Cuando esto ocurra, los parlamentos del mundo serán lo que hoy en día son los reyes de Inglaterra: un adorno oneroso del pasado, una ilusión de continuidad. Cada vez que la “opinión pública” cambia bruscamente después de un discurso oficial, después de una campaña electoral, después del bombardeo de publicidad — fuerza que siempre procede del dinero de una minoría –, deberemos entender que ese paso se encuentra aún lejos de consolidarse. Cuando los pueblos se independicen de los discursos, cuando los discursos y las narraciones sociales no dependan de las minorías en el poder, podremos pensar en cierto avance hacia la democracia directa. Veamos brevemente esta problemática de la lucha por el significado. Existen palabras con escaso interés social y otras que son el tesoro en disputa, el territorio reclamado por diferentes grupos antagónicos. En el primer grupo podemos reconocer palabras como paraguas, glicemia, fama, huracán, simpático, ansiedad, etc. En el segundo grupo encontramos otros términos como libertad, democracia y justicia (vamos a llamar a éstos ideoléxicos). También realidad y normal son términos altamente conflictivos, pero por lo general se encuentran restringidos a la especulación filosófica. A no ser como instrumentos — como la definición de normal — no son objetivos directos del poder social. La eterna lucha por el poder social crea una cultura de partido que hace visible los llamados partidos políticos. Por lo general, son estos mismos partidos los que hacen posible la continuidad de un determinado poder social creando la ilusión de un posible cambio. Por esta cultura, las personas tendemos a posicionarnos ante cada problema social antes de un análisis desapasionado del mismo. La lealtad ideológica o el amor propio no deberían involucrarse en estos casos, pero no podemos negar que son piezas fundamentales de la disputa dialéctica y a todos nos pesan. Todo conflicto se establece en un tiempo presente pero obsesivamente recurre a un pasado prestigioso, consolidado. Recurriendo a esa misma historia, cada grupo antagónico, sea en México o en Estados Unidos, buscará conquistar el campo semántico con diferentes narraciones, cada una de las cuales tendrá como requisito la unidad y la continuidad de ese hilo narrativo. Rara vez los grupos en disputa prueban algo; por lo general narran. Como en una novela tradicional, la narración no depende tanto de los hechos exteriores al relato sino de la coherencia interna y verosimilitud que posea esa narración. Por ello, que uno de los actores en disputa — un diputado, un presidente — reconozca un error, se convierte en una grieta mayor que si la realidad lo contradice todos los días. ¿Por qué? Porque la imaginación es más fuerte que la realidad y ésta, por lo general, no se puede observar sino a través de un discurso, de una narración. La diferencia radica en qué intereses mueve cada narración. No es lo mismo un esclavo recibiendo azotes y agradeciendo por el favor recibido que otra versión de los hechos que cuestiona ese concepto de justicia. Tal vez la objetividad no exista, pero siempre existirá la presunción de la realidad y, por ende, de una verdad posible. Uno de los métodos más comunes utilizados para administrar o disputar el significado de cada término, de cada concepto, es la asociación semántica. Es el mismo recurso de la publicidad que se permite la libertad de asociar una crema de afeitar con el éxito económico o un lubricante para autos con el éxito sexual. Cuando el valor de la integración racial se encontraba en disputa en el discurso social de los años ’50 y ’60 en Estados Unidos, varios grupos de blancos sureños desfilaban por las calles portando carteles que declaraban: Race mixing is communism (“Integración racial es comunismo”. Time, 24 de agosto de 1959). El mismo cartel en Polonia hubiese sido una declaración a favor de la integración racial, pero en tiempos de McCarthy significaba todo lo contrario: la palabra comunismo se encontraba consolidada como ideoléxico negativo. No se disputaba su significado. Todo lo que fuese asociado a ese demonio estaba condenado a morir o por lo menos al fracaso. La historia reciente nos dice que esa asociación fracasó, al menos en la narración colectiva sobre el valor de la “integración racial”. Tanto, que hoy se usa la bandera de la diversidad como un axioma indiscutible. Razón por la cual los nuevos racistas deben integrar a sus propósitos narrativos la diversidad como valor positivo para desarrollar una nueva narración contra los inmigrantes. En otros casos el mecanismo es semejante. Recientemente, un legislador norteamericano, criticado por llamar “tercer mundo” a Miami, declaró que está a favor de la diversidad siempre y cuando se imponga un solo idioma y una sola cultura en todo el país (World Net Daily, 19 de noviembre) y que no existan “extensos barrios étnicos donde no se habla inglés y están controlados por culturas extranjeras”. (Diario de las Américas, 11 de noviembre) Todo poder hegemónico necesita una legitimación moral y ésta se logra construyendo una narración que integre aquellos ideoléxicos que no están en disputa. Cuando Hernán Cortés o Pizarro cortaban manos y cabezas lo hacían en nombre de la justicia divina y por mandato de Dios. Incipientemente comenzaba a surgir la idea de liberación. Los mesiánicos de turno entendían que al imponer su propia religión y su propia cultura, casi siempre por la fuerza, estaban liberando a los primitivos americanos de la idolatría. Hoy en día el ideoléxico democracia se ha impuesto de tal forma que incluso se la usa para nombrar sistemas autoritarios o teocráticos. Los grupos minoritarios que deciden cada día la diferencia entre la vida o la muerte de miles de personas, si bien en privado no desprecian el antiguo argumento de la salvación y la justicia divina, suelen preferir en público la bandera menos problemática de la democracia y la libertad. Ambos ideoléxicos son tan positivos que su imposición se justifica aunque sea vía intravenosa. Por imponer una cultura por la fuerza los conquistadores españoles son recordados como bárbaros. Quienes hacen lo mismo hoy en día están motivados, ahora sí, por buenas razones: la democracia, la libertad — nuestros valores, que son siempre los mejores. Pero así como los héroes de ayer son los bárbaros de hoy, los héroes de hoy serán los bárbaros de mañana. Si la moral es sus extractos más básicos representa la consciencia colectiva de la especie, es probable que la democracia directa llegue a significar una forma de pensamiento colectivo. Paradójicamente, el pensamiento colectivo es incompatible con el pensamiento único. Esto por las razones antes anotadas: un pensamiento único puede ser el resultado de un interés sectario, de clase, de nación. Diferente, el pensamiento colectivo se perfecciona en la diversidad de todas sus posibilidades, actuando en beneficio de la Humanidad y no de minorías en conflicto. En un escenario semejante, no es difícil imaginar una nueva era con menos conflictos sectarios y guerras absurdas que sólo benefician a siete jinetes con poder, mientras pueblos enteros mueren, con fanatismo o sin querer, en nombre del orden, la libertad y la justicia. |
Ten years ago, contradicting the postmodernist wave, we developed in Crítica de la pasión pura (Critique of Pure Passion) the idea of morality as a form of collective conscience. In the same way that a school of fish or a swarm of bees acts and develops as one body, in the same way that James Lovelock understood Gaia — Planet Earth — as one living body, we could also understand Humanity as one conscience in development, with some common basic values that transcend cultural differences.
These values are based, overwhelmingly, on the renunciation of the individual in favor of the group, on the conscience that supercedes the more primitive precept of the survival of the fittest, as mere individuals in competition. That is how the representation of the hero and of any other positive figure emerges throughout history. The problem, the betrayal, is produced when these values become myths at the service of classes and sects in power. The worst thing that can happen to freedom is for it to be turned into a statue. The “conflicts of interests,” normally presented as natural, from a broader perspective would represent a pathology. A culture that supports and legitimizes this betrayal of the conscience of the species should be seen — to use the same metaphor — as a self-destructive phobia of that species conscience. Probably a form of radical democracy will be the next step humanity is ready to take. How will we know when this step is being produced? We need signs. One strong sign will be when the administration of meaning ceases to lie in the hands of elites, especially of political elites. Representative democracy represents what is reactionary about our times. But direct democracy will not come about through any brusque revolution, led by individuals, since it is, by definition, a cultural process where the majority begins to claim and share social power. When this occurs, the parliaments of the world will be what the royals of England are today: an onerous adornment from the past, an illusion of continuity. Every time “public opinion” changes brusquely after an official speech, after an electoral campaign, after a bombardment of advertising — power that always flows from the money of a minority — we must understand that that next step remains far from being consolidated. When publics become independent of the speeches, when the speeches and social narrations no longer depend on the powerful minorities, we will be able to think about certain advance toward direct democracy. Let’s look briefly at this problematic of the struggle over meaning. There are words with scarce social interest and others that are disputed treasure, territory claimed by different antagonistic groups. In the first category we can recognize words like umbrella, glycemia, fame, hurricane, nice, anxiety, etc. In the second category we find terms like freedom, democracy, and justice (we will call these ideolexicons). Reality and normal are also highly conflictive terms, but generally they are restricted to philosophical speculation. Unless they are instruments — like the definition of normal — they are not direct objectives of social power. The eternal struggle for social power creates a partisan culture made visible by the so-called political parties. In general, it is these same parties that make possible the continuity of a particular social power by creating the illusion of a possible change. Because of this culture, we tend to adopt a position with respect to each social problem instead of a dispassionate analysis of it. Ideological loyalty or self love should not be involved in these cases, but we cannot deny that they are fundamental pieces of the dialectical dispute and they weigh on us all. All conflict is established in a present time but recurs obsessively to a prestigious, consolidated past. Recurring to that same history, each antagonistic group, whether in Mexico or in the United States, will seek to conquer the semantic field with different narrations, each one of which will have as a requirement the unity and continuity of that narrative thread. Rarely do the groups in dispute prove something; generally they narrate. Like in a traditional novel, the narration does not depend so much on facts external to the story as on the internal coherence and verisimilitude possessed by that narration. For that reason, when one of the actors in the dispute — a congressional representative, a president — recognizes an error, this becomes a greater crack in the story than if reality contradicted him every day. Why? Because imagination is stronger than reality and the latter, generally speaking, cannot be observed except through a discourse, a narration. The difference lies in which interests are moved by each narration. A slave receiving lashes of the whip and giving thanks for the favor received is not the same as another version of the facts which questions that concept of justice. Perhaps objectivity does not exist, but the presumption of reality and, therefore, of a possible truth will always exist. One of the more common methods used to administer or dispute the meaning of each term, of each concept, is semantic association. It is the same resource that allows advertising to freely associate a shaving cream with economic success or an automotive lubricant with sexual success. When the value of racial integration found itself in dispute in the social discourse of the 1950s and 1960s in the United States, various groups of southern whites marched through the streets carrying placards that declared: Race mixing is communism (Time, August 24, 1959). The same placard in Poland would have been a declaration in favor of racial integration, but in the times of McCarthy it meant quite the contrary: the word communism had been consolidated as a negative ideolect. The meaning was not disputed. Anything that might be associated with that demon was condemned to death or at least to failure. Recent history tells us that that association failed, at least in the collective narration about the value of “racial integration.” So much so that today the banner of diversity is used as an inarguable axiom. Which is why the new racists must integrate to their own purposes narratives of diversity as a positive value in order to develop a new narration against immigrants. In other cases the mechanism is similar. Recently, a U.S. legislator, criticized for calling Miami “third world,” declared that he is in favor of diversity as long as a single language and a single culture is imposed on the entire country (World Net Daily, November 19) and there are no “extensive ethnic neighborhoods where English is not spoken and that are controlled by foreign cultures” (Diario de las Américas, November 11). All hegemonic power needs a moral legitimation and this is achieved by constructing a narration that integrates those ideolexicons that are not in dispute. When Hernán Cortés or Pizarro cut off hands and heads, they did it in the name of divine justice and by order of God. Incipiently the idea of liberation began to emerge. The messianic powers of the moment understood that by imposing their own religion and their own culture, almost always by force, they were liberating the primitive Americans from idolatry. Today the ideolexicon democracy has been imposed in such a way that it is even used to name authoritarian and theocratic systems. Minority groups that decide every day the difference between life and death for thousands of people, if indeed in private they don’t devalue the old argument of salvation and divine justice, tend to prefer in public the less problematic banner of democracy and freedom. Both ideolexicon are so positive that their imposition is justified even if it were done intravenously. Because they imposed a culture by force the Spanish conquistadors are remembered as barbaric. Those who do the same today are motivated, this time for sure, by good reasons: democracy, freedom — our values, which are always the best. But just as the heroes of yesterday are today’s barbarians, the heroes of today will be the barbarians of tomorrow. If morality and its most basic extracts represent the collective conscience of the species, it is probable that direct democracy will come to signify a form of collective thought. Paradoxically, collective thinking is incompatible with uniform thinking. This for reasons noted previously: uniform thinking can be the result of a sectarian interest, a class interest, a national interest. In contrast, collective thinking is perfected in the diversity of all possibilities, acting in benefit of Humanity and not on behalf of minorities in conflict. In a similar scenario, it is not difficult to imagine a new era with fewer sectarian conflicts and absurd wars that only benefit seven powerful riders, while entire nations die, fanatically or unwilling, in the name of order, freedom, and justice. |
Jorge Majfud was born in Tacuarembó, Uruguay in 1969. From an early age he read and wrote fictions, but he chose to major in architecture and graduated from the Universidad de la República in Montevideo, Uruguay in 1996. He taught mathematics and art at the Universidad Hispanoamericana de Costa Rica and Escuela Técnica del Uruguay. He currently teaches Latin American literature at the University of Georgia. He has traveled to more than forty countries, whose impressions have become part of his novels and essays. His publications include Hacia qué patrias del silencio (memorias de un desaparecido) [novel] (Montevideo, Uruguay: Editorial Graffiti, 1996; Tenerife, Spain: Baile del Sol, 2001); Crítica de la pasión pura [essays] (Montevideo: Editorial Graffiti, 1998; Fairfax, Virginia: HCR, 1999; Buenos Aires, Argentina: Editorial Argenta, 2000); and La reina de América [novel] (Tenerife: Baile del Sol, 2002). He contributed to Entre Siglos-Entre Séculos: Autores Latinoamericanos a Fin de siglo, edited by Pilar Ediçoes (Brasilia) and Bianchi Editores (Montevideo) in 1999. His stories and articles have been published in various newspapers, magazines, and readers, such as El País and La República of Montevideo, Rebelión, and Hispanic Culture Review of George Mason University. He is the founder and editor of the magazine SigloXXI — reflexiones sobre nuestro tiempo. He is a regular contributor to Bitácora, the weekly publication of La República. Translation by Bruce Campbell.