The Repressed History of the United States: Revolution, Egalitarianism, and Anti-imperialism [La historia reprimida de Estados Unidos: revolución, igualitarismo y antiimperialismo]

Recientemente, aprovechando un nuevo aniversario del nacimiento de George Washington, el presidente George W. Bush aprovechó para comparar la Revolución americana del siglo XVIII con la guerra en Irak.  De paso recordó que el primero, como el último, había sido “George W.”

La técnica de las asociaciones es propia de la publicidad.  Según ésta, una cadena de fast food se promociona con jóvenes delgados y felices o un ratón como Mickey es identificado con la policía y el orden de la ley, mientras que el único personaje de este mundo “natural” que viste traje de trabajador, el Lobo, es presentado como un delincuente.  Las asociaciones directas son tan efectivas que incluso permiten usar la observación de la sombra cónica que la Tierra proyecta sobre la Luna como prueba de que la Tierra es cuadrada.  Cuando los defensores de la empresa privada mencionan la hazaña de un empresario que logró realizar un viaje espacial en el 2004, ejercitan la misma acrobacia dialéctica.  ¿Es un ejemplo a favor o en contra de la eficacia privada?  Porque ni el Sputnik ni todos los vuelos y misiones logradas por la NASA desde 1950 fueron otra cosa que logros de la organización estatal.

Pero vamos al punto central.

Una lectura implícita acepta como un hecho que Estados Unidos es un país conservador, refractario a toda revolución popular, un monolito imperial, capitalista, construido por su clase exitosa — es decir, por su clase alta –, de arriba hacia abajo.  Ergo, esos motores del progreso material se deben conservar aquí y copiar allá en otras realidades, por las buenas o por las malas, para provocar los mismos efectos de felicidad.  Estos sobreentendidos han sido consolidados dentro de fronteras por los omnipresentes aparatos de difusión privada y simultáneamente confirmados afuera por sus mismos detractores.

Veamos el tamaño de esta falacia.

Si releemos la historia, encontraremos que la Revolución americana (en parte financiada por la otra potencia, Francia) fue una revolución antiimperialista e igualitaria.  No sólo fue una violenta revolución contra el imperio de otro George, el rey de Inglaterra, contra el robo de este imperio a través de dividas destinadas a financiar sus propias guerras, sino también contra las estructuras verticales de las sociedades absolutistas, estamentales y aristocráticas de la vieja Europa.  Estados Unidos nace sobre la base a una ideología radicalmente revolucionaria y progresista.  Su primera constitución fue la materialización política e institucional de una ideología que aún adentrado el siglo XX era condenada por los conservadores europeos como una subversión del vulgo, responsable de la aniquilación de toda noble tradición, del ejercicio de una práctica social que era identificada como “obra del demonio”: la democracia.  El radicalismo humanista de los primeros bosquejos de aquel documento fundacional (como la propuesta de abolir la esclavitud) no llegó a materializarse por el pragmatismo que siempre representa a los conservadores.  Pese a lo cual, aún así, significó una proclama novedosa y revolucionaria que muchos ilustres latinoamericanos, desde José Artigas hasta Simón Bolívar, intentaron copiar o adaptar, siempre frustrados por la cultura feudal que los rodeaba.

Ubiquémonos en la segunda mitad del siglo XVIII: los principios del pensamiento iluminista, las nuevas ideas sobre el derecho del individuo y de los pueblos eran tan subversivos como podría serlo el más socialista en tiempos de la Junta Militar encabezada por Videla o de un republicano sobreviviente del régimen franquista.  Paradójicamente, mientras en América Latina se secuestraba, torturaba y mataba a cualquiera que tuviese un libro de Marx en su casa, en las universidades de Estados Unidos el marxismo era uno de los instrumentos de estudio y de análisis más recurrentes, aún por sus detractores.  Aquellos coroneles y soldados que justificaban sus crímenes imputándole al muerto la calidad de marxista, no habían leído en su vida un solo libro del filósofo alemán.  Podríamos recordar al mismo Octavio Paz, uno de los mexicanos más conservadores y claros que, a su vez, no dejaba de reconocer la lucidez de aquella corriente de pensamiento.  Uno de mis profesores, Caudio Williman, un político conservador de mi país era, al mismo tiempo, un estudioso del marxismo, cuando esta doctrina y su sola mención estaba prohibida por representar una amenaza a la tradición occidental, sin importar que el pensamiento marxista fuese una gran parte de esta misma tradición.  Claro, todo con venia y complacencia del Gran Hermano del norte.

La Conquista española del continente americano fue una empresa innegablemente imperialista, hecha por sacerdotes y militares, por leales servidores del Rey-emperador Carlos I.  La primera finalidad de sus líderes era la extracción de riquezas de los pueblos y de los territorios subyugados para sostener una sociedad aristocrática y para financiar sus inacabables guerras imperiales.  Para una buena parte de los sacerdotes, la finalidad era la expansión de la religión y el dominio eclesiástico de la iglesia católica.  Para los soldados y aventureros, era la oportunidad de hacerse ricos y luego regresar a Europa y comprarse un título de nobleza que les diera prestigio y los pusiera a salvo de la maldición del trabajo.  Los conquistadores españoles recorrieron lo que hoy es Estados Unidos y se marcharon de allí no sólo porque no encontraron riquezas minerales sino porque la población indígena era escasa.  Más valía ocuparse de México y de Perú.

Los primeros colonizadores norteamericanos no estaban libres de ambiciones materiales ni despreciaron la expoliación de los indios nativos, muchas veces recurriendo a la más sutil conquista mediante la compra de tierras.  Sin embargo, no una minoría, eran desheredados que huían de las opresiones y los absolutismos — religiosos y de estado — de las sociedades que se resistían al cambio: muchos movimientos migratorios estaban movidos por los nuevos sueños de utopías colectivistas.  Para la mayoría, colonizar significaba apropiarse de una pequeña porción de tierra para trabajarla y para echar sus raíces allí.  Desde el comienzo, esta distribución fue infinitamente más igualitaria que la que se produjo en el Sur.  En la América hispana, se impuso un férreo monopolio económico y se reprodujo una sociedad estamental y semifeudal, donde el patrón, el caudillo o el hacendado disponían de extensiones de tierra tan vastas como cualquier provincia de Europa.  Sólo los estados del Sur de Estados Unidos podían compararse con el sistema social, moral y económico de Brasil o del Caribe, pero sabemos que este sistema — aunque no sus valores morales — fue derrotado en la Guerra de Secesión (1861-1865) por los representantes norteños del siglo que estaba por llegar.

Dentro de los feudos latinoamericanos quedaron atrapados pueblos de indígenas, de africanos y de trabajadores inmigrantes, condenados a la explotación y al trabajo de la tierra ajena en beneficio ajeno.  Nada menos igualitario, nada menos revolucionario, nada menos imperialista que este viejo sistema que a su vez servía a los nuevos imperios.  No debería extrañar, entonces, que en América latina persistieran tanto los “peligrosos subversivos” que reclamaban reformas agrarias (recordar las dos revoluciones mexicanas, separadas por un siglo), movimientos revolucionarios de todo tipo que se autodenominaban de liberación, intelectuales que en su abrumadora mayoría se colocaban a la izquierda del espectro político porque el poder estaba enraizado en las clases dominantes, conservadoras de un orden vertical que favorecía sus intereses privados y los defendían con todos los recursos en sus manos: el Ejército, la Iglesia, el Estado, los medios de prensa, la moralización pública, etc.

No se puede decir que Estados Unidos surgió como un país capitalista mientras que América latina sufrió la maldición de una ideología socialista o algo por el estilo.  No, todo lo contrario. Se olvida este hecho debido a la historia posterior y a los intereses que dominan el poder económico del presente.  El rápido desarrollo de Estados Unidos no estaba basado en el liberalismo económico ni en la especulación capitalista.  Estaba basado en la mayor igualdad de sus ciudadanos que se expresaba como ideología en su fundación y como política en unas instituciones más democráticas, en la ley y no en la voluntad imprevisible e incontestable del virrey, del corrector o del caudillo.  Es decir, el igualitarismo democrático potenció y multiplicó el desarrollo de una nación liberada de monopolios y de arbitrariedades burocráticas; rebelada contra de la expoliación del imperio de turno.  Los Estados Unidos no se convierten en potencia mundial por haber sido un imperio sino que se convirtieron en un imperio por su gran desarrollo inicial.

El resultado puede ser paradójico, pero no podemos negar que el motor inicial fueron precisamente esos valores que hoy se desprecian o se atribuyen al fracaso de otras naciones: la liberación del pueblo a través de una revolución antiimperialista, el igualitarismo en su ideología, en su práctica de talleres, desde su economía fundacional hasta las más recientes revoluciones técnicas como Microsoft o Hewlett Packard.  Todos valores que son coherentes con la ola humanística iniciada siglos atrás.

Taking advantage of another anniversary of the birth of George Washington, President George W. Bush used the occasion to compare the American Revolution of the 18th century with the war in Iraq.  In passing he recalled that the first president, like the latest, had been “George W.”

The technique of associations is proper to advertising.  In accordance with the latter, a fast food chain promotes itself with thin, happy young people or a mouse like Mickey is identified with the police and the legal order, while the only character from this “natural” world that dresses like a worker, the Wolf, is presented as a criminal.  Direct associations are so effective that they even permit the use of the observation of the conical shadow that the Earth projects on the Moon as proof that the Earth is square.  When the defenders of private enterprise mention the great feat of the businessman who managed to complete a space trip in 2004, they exercise the same dialectical acrobatics.  Is this an example in favor of or against private-sector efficacy?  Because neither Sputnik nor any of the flights and missions carried out by NASA since 1950 were anything other than achievements of governmental organization.

But let’s get to the main point.

An implicit reading accepts as a fact that the United States is a conservative country, refractory of all popular revolution, an imperial, capitalist monolith, constructed by its successful class — which is to say, by its upper class — from the top down.  Ergo, those engines of material progress must be preserved here and copied over there in other realities, for good or for bad, in order to provoke the same happy effects.  These implicit understandings have been consolidated within the national borders by the omnipresent apparatuses of private diffusion and simultaneously confirmed outside by their very detractors.

Let’s see just how fallacious this is.

If we re-read history, we will find that the American Revolution (financed in part by the other power, France) was an anti-imperialist and egalitarian revolution.  Not only was it a violent revolution against the empire of the other George, the king of England, against this empire’s theft via foreign exchange designed to finance its own wars, but also against the vertical structures of absolutist, aristocratic and estate-based societies of old Europe.  The United States is born on the basis of a radically revolutionary and progressive ideology.  Its first constitution was the political and institutional materialization of an ideology that well into the 20th century was condemned by European conservatives as a popular subversion, responsible for the annihilation of all noble tradition, for the exercise of a social practice that was identified as the “devil’s work”: democracy.  The humanist radicalism of the first drafts of that foundational document (like the proposal to abolish slavery) did not materialize due to the pragmatism that always represents conservatives.  Despite that, it, nevertheless signified a novel and revolutionary proclamation which many famous Latin Americans, from José Artigas to Simón Bolívar, attempted to copy and adapt, ever frustrated by the feudal culture that surrounded them.

Let’s situate ourselves in the second half of the 18th century: the principles of Enlightenment thought, the new ideas about the rights of the individual and of the nations, were as subversive as the most socialist thought could have been under the Military Junta headed by Videla or as the thought of a republican surviving under Franco’s regime.  Paradoxically, while in Latin America anyone with a book by Marx in their home was being kidnapped, tortured, and killed, in the universities of the United States Marxism was one of the most commonly used instruments of study and analysis, even by his detractors.  Those colonels and soldiers who justified their crimes by accusing the dead of being Marxist had never in their lives read a single book by the German philosopher.  We might recall that none other than Octavio Paz, one of the clearest and most conservative Mexican intellectuals, never ceased to recognize the lucidity of that current of thought.  One of my professors Caudio Williman, a conservative politician from my country, was, at the same time, a scholar of Marxism, when this doctrine and its mere mention were prohibited because it represented a threat to Western tradition, never mind that Marxist thought was a large part of that same tradition.  Obviously, all with the consent and complacency of Big Brother.

The Spanish Conquest of the American continent was an undeniably imperialist enterprise, carried out by priests and military men, by the loyal servants of Emperor-King Carlos I.  The first goal of its leaders was the extraction of wealth from the subjugated territories and peoples in order to sustain an aristocratic society and in order to finance its endless imperial wars.  For many of the priests, the goal was the expansion of religion and the ecclesiastical dominance of the Catholic Church.  For the soldiers and adventurers, it was the opportunity to make themselves rich and then return to Europe and buy themselves a title of the nobility that would give them prestige and save them from the curse of labor.  The Spanish conquistadors crossed the territory of what today is the United States and left it behind not only because they did not find mineral wealth there but because the indigenous population was scarce.  It made more sense to occupy Mexico and Perú.

The first North-American colonizers were not free of material ambitions nor were they above the despoiling of native peoples, often resorting to the more subtle conquest through land purchase.  Nevertheless, not a minority, they were dispossessed people who fled from the oppressions and absolutisms — religious and of the state — of the societies that resisted change: many migratory movements were motivated by the new dreams of collectivist utopias.  For the majority, to colonize meant to appropriate a small portion of land in order to work it and put down one’s roots there.  From the beginning, this distribution was infinitely more egalitarian than that which was produced in the South.  In Hispanic America, an iron-willed economic monopoly was imposed and a stratified and semifeudal society was reproduced, where the boss, the strongman, or the landed elite had at their disposal extensions of land as vast as any province in Europe.  Only the southern states of the United States could compare to the social, moral, and economic system of Brazil or of the Caribbean, but we know that this system — although not its moral values — was defeated in the War of Secession (1861-1865) by the northern representatives of the century to come.

Within the Latin American fiefdoms the indigenous and African peoples and immigrant workers remained trapped, condemned to exploitation and to working someone else’s land for someone else’s benefit.  Nothing less egalitarian, nothing less revolutionary, nothing less imperialist than this old system which would in turn serve the new empires.  It should not seem strange, therefore, that in Latin American there would persist so many “dangerous subversives” who demanded agrarian reforms (recall the two Mexican revolutions, separated by a century), revolutionary movements of every kind who all called themselves movements of liberation, intellectuals who in their overwhelming majority positioned themselves on the left of the political spectrum because power was rooted in the dominant, conservative classes of a vertical order that favored private interests and defended these with every resource at hand: the Army, the Church, the State, the media of the press, public moral instruction, etc.

One cannot say that the United States emerged as a capitalist country while Latin America suffered the curse of a socialist ideology, or anything of the kind.  No, quite the contrary.  This fact is forgotten due to later history and the interests that dominate economic power in the present.  The rapid development of the United States was not based on economic liberalism nor on capitalist speculation.  It was based on the greater equality of its citizens which was expressed as ideology in the country’s founding and as politics in some of the country’s more democratic institutions, on the law and not on the unpredictable and uncontestable will of the viceroy, of the censor, or of the caudillo.  That is to say, democratic egalitarianism made possible and multiplied the development of a nation freed from monopolies and bureaucratic arbitrariness, rebelliously opposed to spoliation by the empire of the moment.  The United States did not become a world power through having been an empire, instead it became an empire through its great initial development.

The result might be paradoxical, but we cannot deny that the initial engine was precisely those values that today are held in contempt or attributed to the failure of other nations: the liberation of the people through an anti-imperialist revolution, the egalitarianism of its ideology, in its practice of workshops, from its foundational economy to the more recent technical revolutions like Microsoft or Hewlett Packard.   All values that are coherent with the humanistic wave initiated centuries before.


Jorge Majfud was born in Tacuarembó, Uruguay in 1969.  From an early age he read and wrote fictions, but he chose to major in architecture and graduated from the Universidad de la República in Montevideo, Uruguay in 1996.  He taught mathematics and art at the Universidad Hispanoamericana de Costa Rica and Escuela Técnica del Uruguay.  He currently teaches Latin American literature at the University of Georgia.  He has traveled to more than forty countries, whose impressions have become part of his novels and essays.  His publications include Hacia qué patrias del silencio (memorias de un desaparecido) [novel] (Montevideo, Uruguay: Editorial Graffiti, 1996; Tenerife, Spain: Baile del Sol, 2001); Crítica de la pasión pura [essays] (Montevideo: Editorial Graffiti, 1998; Fairfax, Virginia: HCR, 1999; Buenos Aires, Argentina: Editorial Argenta, 2000); and La reina de América [novel] (Tenerife: Baile del Sol, 2002).  He contributed to Entre Siglos-Entre Séculos: Autores Latinoamericanos a Fin de siglo, edited by Pilar Ediçoes (Brasilia) and Bianchi Editores (Montevideo) in 1999.  His stories and articles have been published in various newspapers, magazines, and readers, such as El País and La República of Montevideo, Rebelión, and Hispanic Culture Review of George Mason University.  He is the founder and editor of the magazine SigloXXI — reflexiones sobre nuestro tiempo.  He is a regular contributor to Bitácora, the weekly publication of La República.  Translation by Bruce Campbell.